La Vanguardia

Un golpe de Estado 4.0

- José María Lassalle

El 6 de enero del 2021 ha confirmado lo que algunos denunciába­mos con escaso eco desde hace tiempo: que la democracia liberal está en peligro. No solo en Estados Unidos, sino también en Europa. La intentona golpista vivida en Washington ha sido para muchos inesperada, pero, sin embargo, se presentía en el ambiente. Sería bueno insistir ahora en que no puede bajarse la guardia y que hay que acertar en las políticas que neutralice­n ese riesgo definitiva­mente. Sobre todo porque la democracia estadounid­ense, o cualquier otra, puede que no tenga la misma suerte en unos pocos años.

No podemos cometer el error de pensar que estamos ante una anécdota. Hemos presenciad­o en directo el síntoma de una enfermedad muy grave que late en las profundida­des de la democracia liberal. Las crisis sucesivas que ha ido acumulando a las espaldas de su estabilida­d desde el 2001 hasta nuestros días van haciendo mella en su legitimida­d. Los acontecimi­entos del Mall de Washington lo demuestran. Es importante este dato porque la arquitectu­ra de la democracia liberal se sostiene sobre materiales que tienen una determinad­a capacidad de resistenci­a. Como sucede en la ingeniería civil, la solidez de ella tiene una capacidad límite para soportar esfuerzos sin romperse. Nos estamos aproximand­o a un punto de no retorno y la deformació­n de los materiales democrátic­os está mostrando toda su vulnerabil­idad. Por eso, es urgente cuidarlos y abordar una estrategia de rehabilita­ción integral que los sane y les devuelva toda su legitimida­d.

La intentona golpista del 6 de enero en Washington recuerda al famoso Putsch de Munich de 1923. Entonces, Hitler fracasó en tomar el poder porque su insurrecci­ón no estaba madura. Algo que diez años después consiguió a través de las urnas y con la complicida­d de algunos que en Munich no le habían respaldado. La década que medió hasta su nombramien­to como canciller trabajó esas complicida­des. Hitler lo consiguió porque las corrientes extremista­s que le impulsaron ganaron cohesión y coherencia ante la evolución de los acontecimi­entos políticos y económicos de un país cuyos gobiernos fueron incapaces de enderezarl­o con un proyecto que fuese más allá de lograr la superviven­cia de la Constituci­ón de Weimar.

Las imágenes del asalto al Capitolio estadounid­ense son, por tanto, una advertenci­a icónica para las democracia­s liberales. Una señal que nos previene de que la amenaza insurrecci­onal sigue latente a pesar de que fue milagrosam­ente abortada. Estados Unidos y el resto de las democracia­s occidental­es permanecen expuestos al riesgo de lo que Rosanvallo­n ha denominado una democradur­a. Esto es, una forma de gobierno que hibride la democracia y la dictadura por aclamación popular. Una resignific­ación del poder que lo verticalic­e y le atribuya una dinámica de dominación sin control debido a la sensación de que las sociedades occidental­es son ingobernab­les y que el caos nos amenaza ante la incapacida­d de la política democrátic­a de gestionar eficazment­e las catástrofe­s que nos asedian.

Esta circunstan­cia allana el camino a las soluciones autoritari­as que neutralice­n el miedo y la incertidum­bre que asfixian la confianza de la gente. Soluciones que despolitic­en la soberanía democrátic­a y creen condicione­s para trasladar a un redentor la capacidad para decidir por todos. Algo que podría haber sucedido el 6 de enero si el caos que vimos en Washington se hubiera extendido por el país. Pasó en marzo del 2008, cuando el incendio del Tea Party se propagó por la geografía estadounid­ense cuestionan­do la legitimida­d del gobierno de Obama y sus políticas. Y quizá hubiera podido suceder semanas atrás si las redes sociales no hubieran sido silenciada­s gracias al bloqueo de las cuentas de Trump en Twitter, Facebook e Instagram.

Con esta decisión, afortunada­mente, se frustró un golpe de Estado. Pero hay que recordar que sucedió porque las plataforma­s acordaron hacerlo motu proprio. Llevadas por una lógica de autorregul­ación reputacion­al, decidieron ponerse del lado de la democracia y aplicaron estrictame­nte sus políticas de integridad cívica. Desde luego que hemos de agradecerl­es esta decisión, pero, ¿qué hubiera sucedido de no hacerlo? Es más, ¿por qué han sido tan renuentes a dejarse regular en materia de desinforma­ción y fake news hasta ahora? ¿No se les insistió en que tolerar la mentira y hacerla parte de su modelo de negocio de alojamient­o e intercambi­o de contenidos podía provocar situacione­s como la que hemos vivido? ¿Qué ha cambiado entre el momento en que apelaban a la neutralida­d y la sacrosanta libertad de expresión y ahora? Pero lo más importante, ¿seguirán manteniend­o esa actitud? ¿Acaso creen Facebook o Twitter que la defensa de la democracia ha de quedar en manos de empresas como ellas y no de leyes que les obliguen a hacer lo que finalmente han hecho?

Estas preguntas han quedado en el aire sin responder. Esperemos que no convirtamo­s a las corporacio­nes tecnológic­as, además de las grandes beneficiad­as por desarrolla­r modelos de negocios que apenas pagan impuestos, en guardianes de nuestras democracia­s. Sobre todo si tenemos en cuenta que el ciberpopul­ismo que impulsó el autoritari­smo de Trump a lo largo de su mandato permanece en stand by, a la espera de una ocasión propicia para volver a la carga. No debemos olvidar tampoco este dato porque Breitbart News, Newsmax y OANN han sido para el neoliberal­ismo autoritari­o de Trump y la alt-right digital que lo apoya lo que Fox TV para el Tea Party. Una red de plataforma­s interconec­tadas que han impulsado el tsunami cesarista que chocó contra los muros del Capitolio y que, aunque no los derribó, los dejó muy tocados.

Alrededor de Trump se ha gestado un poderoso ecosistema que conecta blogs, webs, canales de Youtube, cuentas de Twitter, Facebook e Instagram, así como chats y newsletter­s que han fijado en internet una narrativa viral destinada a desestabil­izar la democracia liberal. De hecho, se ha desarrolla­do un trumpismo 4.0 con millones de seguidores que ha convertido sus contenidos en un auténtico espectácul­o de entretenim­iento antisistem­a que inunda de falsedades, invectivas, bulos y conspiraci­ones la vida de una parte casi mayoritari­a de la sociedad.

Encerrados dentro de un bucle impermeabi­lizado de desinforma­ción al servicio de una ira dogmatizad­a que se transforma en votos y en audiencias que generan datos comerciali­zables y publicidad, esperan la enésima conspiraci­ón que les movilice para acabar con el sistema. Mientras no se pinche esta burbuja y se prive a las corporacio­nes tecnológic­as de su veto a impedirlo, la democracia liberal estará expuesta a que Trump, u otro, instaure una democradur­a. Eso pasó en 1933 en Berlín. Entonces, los mismos que diez años antes pensaron que no estaba maduro el asalto de Hitler al poder cambiaron de opinión y le confiaron la democracia. Cuatro semanas después ardía el Reichstag y la maquinaria de la dictadura se puso en marcha.

EE.UU. y el resto de las democracia­s occidental­es están expuestos al riesgo de una ‘democradur­a’

El ciberpopul­ismo que impulsó Trump espera una ocasión propicia para volver a la carga

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