El hombre que mira
El hilo rojo de la vida y el hilván multicolor de la fantasía son las hebras que trenzan el relato artístico. Algo hay de cierto en esta ocurrencia del escultor Alberto Giacometti, que hizo del “hombre que anda” el emblema monocromo de las vivencias desoladoras del ciudadano del siglo XX. Inseguro pero con la actitud resuelta, nuestro filiforme contemporáneo de escayola apunta una manera serena de situar el arte en el debate del imaginario actual. Si añadimos la mirada lincea que dibuja el mundo en la obra de Antonio López, obtendremos el mejor diagnóstico acerca de la necesidad del arte en tiempos de deriva. La obra plural de Antonio López es el ejemplo extraordinario de una originalidad de difícil parangón, y aporta un saludable respiro: elude la retórica excluyente de los ismos artísticos –figuración frente a abstracción– y nos sorprende con una sutileza incisiva de modelos certeros.
La suntuosa arquitectura del edificio que ocupan en Valencia las salas expositivas de Bancaja, presenta una selección sustancial de trabajos del pintor de Tomelloso, más de medio siglo de exigente indagación formal, recibida con la atención notable de público y crítica que cabía esperar. La muestra se centra en el guiño partícipe y directo del artista que rastrea, en el repertorio de la historia del arte, una sólida idea de pertenencia con las arquitecturas rurales de su tierra y la perspicacia plástica forjada en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando en Madrid, junto a unos condiscípulos de excepción que supieron desentrañar el lenguaje de un realismo contagioso y proponer el arte recio que cerraría la década de los cincuenta. Una vanguardia radical en la historia de la pintura moderna española: la magia de lo real en la escuela de la mirada que ve en la presencia de las cosas la raíz del realismo carnal inalcanzable de Velázquez.
Para Antonio López, naturalismo y realismo figurativo, fascinación temprana por la aventura surrealista y enseguida el desasimiento existencialista en una Europa ayuna de referentes, son los hitos de un proceso arduo. El reto severo que, en su caso, hace justicia a la tradición familiar de artífices de imágenes que desconfían de la cultura ficticia de una modernidad abstracta, sin arraigo. El artista busca inspiración donde la encuentra –la historia, el museo y el hallazgo casual– y emprende una batida generacional que solo el tiempo y la destreza afirmarán. Una definición activa del arte de hoy lo define como una idea fluvial: es figura, imagen, gesto, signo, concepto e incluso abierta intervención plástica. La conjura de factores sensibles que dirime sobre el espacio la batalla del significado, la obra de arte.
La exposición valenciana selecciona obras excelentes que enhilan la estética del artista predispuesta por la apreciación sabia. Desnudo en la playa (1959) es un adelanto elocuente de lo por llegar: la figura dormida de una joven solitaria, quizá un anticipo que pronto logra complejidad con La alacena (1962), de brillante esquema reflejo que adelanta una serie impecable de bodegones domésticos. Los retratos del momento –Mari (1961)– son tentativas logradas de parecido, al igual que Cena (1980), puro alarde de la figuración crítica sin palabras en una escena de familia. Y siempre la tensión contenida de los motivos de un pincel diestro, que traducido en cincel nos lleva a las desnudas esculturas en bronce, como Hombre tumbado.
El punzante itinerario de Antonio López rehace la tradición del arte que arranca de Grecia, primera experiencia viajera, y profundiza en el humanismo renacentista del relato en color sobre brillante tracería geométrica, concreción feliz de un viaje iniciático temprano por Italia. Los dibujos Hombre y Mujer son diáfanos pasos certeros, junto al momento deslumbrador de la memoria urbana de Madrid en el umbral de la avidez especulativa. Madrid hacia el Observatorio y Madrid sur son panorámicas contundentes, en contrapunto con el rigor narrativo de Gran Vía. La serie ejemplar de interiores domésticos de la década feraz de los sesenta, presenta impecables construcciones que comparten una palpable sensibilidad visual de transparente evocación neorrealista. Escenas de interiores, sí, trabajadas por el tiempo que intensifica las ventanas hechas espejo abiertas al pasado rural, de siega y tablas de trilla armadas con pedernales cortantes.
Paisajes y pasajes vividos
–Casa de Antonio López –o ideales modelos cimeros de cromatismo casi irreal como
Ventana de noche, el icónico Membrillero y la arcaizante Fátima, de voluntad preclásica y mirada altiva. Otra obra magnífica corta el espacio y destaca con fuerza: Sueño sobre tabla de indisimulada entonación goticista, cercana en audacia, vaya, a Mujer en la bañera ausente de la muestra, pero ejemplo ideal del que llamaríamos realismo espectral: el agua ejerce de espejo ilusorio en un hábil juego de reflejos.
El arte evocador de María Moreno, compañera, cómplice y estímulo alerta de Antonio López, recibe en Valencia el homenaje obligado en una sala íntima: el conjunto de formas, temas, motivos y perfiles que denota la afinidad selectiva y nos abre al entorno feliz de un hogar de artistas: Entrada de casa o las secuencias florales que visualizan una perenne devoción familiar.
Exposición esencial, en suma, de obras de un artista único en nuestra tradición moderna que repasa el legado cegador de su obra. Una proeza, sí, en el momento cultural desvertebrado que vivimos. El artista confesaba: “He disfrutado casi tanto como espectador que como artista. No se me ha desgastado el interés, la ilusión, por cosas que he visto miles de veces”. Al final la curiosidad, embajadora velada de la belleza. Acaso los momentos de arte de Antonio López intuyen fulminantes momentos de verdad, en la aguda percepción de Virginia Woolf.
La exposición valenciana de Antonio López selecciona obras excelentes que enhilan la estética del artista