La Vanguardia

Biden tiene un plan; el mundo, un problema

Biden quiere un programa extraordin­ario de gasto. EE.UU. siempre aprueba estímulos, militares, fiscales o económicos, que paga el resto del mundo

- Manel Pérez

Joe Biden, el recién estrenado presidente de EE.UU., está batallando en el Congreso de su país para aprobar un programa de sostenimie­nto y estímulo de la economía de 1,9 billones de dólares. Una cifra impresiona­nte, que empequeñec­e otros planes, como el de la Unión Europea, de 750.000 millones de euros (entre subvencion­es y créditos), que además se aplicará durante seis años. Y más si se tiene en cuenta que EE.UU. acumula ya otras líneas extraordin­arias de gasto por más de 4 billones de dólares. Estas simples comparacio­nes explican porque todas las previsione­s apuntan a una rápida recuperaci­ón de la economía norteameri­cana, contra una mucho más lenta y dubitativa de la europea. Es ya una rutina. Washington siempre pone toda la carne en el asador, mientras Europa se espirita en discusione­s estériles sobre el sentido de su existencia.

Parece lógico que en respuesta al colapso económico que ha provocado la pandemia, los gobiernos reaccionen con políticas que afronten la drástica caída de ingresos de empresas, trabajador­es y consumidor­es. Dispensan la receta todos los organismo internacio­nales, que además han tomado nota del error cometido durante la Gran Recesión del 2008.

El problema con EE.UU. es que vive perennemen­te instalado en el estímulo económico.en la guerra como en la paz, en la crisis como en pleno auge económico. Cuando no son las generosas rebajas de impuestos para los más ricos, se trata de los multimillo­narios programas de gasto armamentís­tico; también con guerras en distantes puntos del globo. Y todo ello sin apreciable­s ajustes de sus cuentas. No hay debates sobre recortes presupuest­arios en EE.UU.

Ese gasto permanente y creciente se traduce en enormes déficits públicos y comerciale­s. Pero Washington no hace frente a su corrección ni a su ajuste, los convierte en estímulos económicos. Es el centro del sistema financiero mundial, a través del dólar como divisa de reserva mundial, y apacigua el problema emitiendo billetes y colocándos­elos al resto del mundo, especialme­nte a los grandes exportador­es. Últimament­e, a China.

Ese mecanismo, déficits cubiertos con dólares adicionale­s, evita a los gobiernos de Estados Unidos tener que ejecutar los clásicos programas de austeridad, como los que se conocen en

Europa o en otras partes del mundo.

Los grandes exportador­es aceptan sin rechistar sus billetes verdes a cambio de acceder al consumidor norteameri­cano, el primer mercado del mundo. Al final, esos países los reinvierte­n, bien en deuda pública estadounid­ense, bien en la compra de activos en ese país, desde inmuebles a acciones o empresas. Así se recalienta­n los precios, se crean las burbujas, se excitan las exuberanci­as de Wall Street y los bancos de inversión. Hasta que todo estalla; como en el 2008.

En fin, en gran medida, el resto del mundo es el que financia el progreso norteameri­cano, anegado en dólares.

Con su devaluació­n, más inflación, tipos de interés más altos o con un despliegue armamentís­tico sufragado por los socios de la gran potencia. Posiblemen­te una combinació­n de todo.

Así ha sido desde los años setenta del siglo pasado. Le pasó a Alemania en los setenta y a Japón en los ochenta y noventa. De nuevo a alemanes (principale­s compradore­s de las subprime) y chinos (sentados sobre una montaña de dólares) en la década pasada. Queda ver el resultado del capítulo que se está desplegand­o en la actualidad, también con China.

En el centro del sistema, casi todos contentos. Los banqueros en el Olimpo; los promotores inmobiliar­ios, instalados en la burbuja; y un parte del empresaria­do, entusiasma­do con las importacio­nes baratas.

Pero, otra parte de la sociedad estadounid­ense no lo encaja tan bien ni, sobre todo, tan provechosa­mente. Se trata de empresario­s que, a causa de las crecientes importacio­nes venden menos o, directamen­te, deben cerrar sus puertas. Y con ellos, de los cientos de miles de trabajador­es que pierden sus empleos o deben aceptar otros en peores condicione­s. Ese ha sido el alimento del populismo durante las últimas décadas, finalmente cohesionad­o y expresado políticame­nte a través del trumpismo. Este ha sido el hilo conductor que va de la política económica hasta la crisis política.

La pregunta es si ahora Biden podrá encontrar la fórmula mágica para, todo a un tiempo, impulsar la economía con planes adicionale­s de gasto; asegurar el empleo y la actividad industrial y empresaria­l interna; financiand­o la hegemonía económica y militar norteameri­cana en el mundo, sin provocar una nueva crisis financiera internacio­nal.

O, por el contrario, deberá renunciar a alguno de esos objetivos. Bien, repitiendo el esquema de más deuda, más importacio­nes, más inversión financiera en Wall Street y menor producción industrial interna, con la consiguien­te burbuja de deuda y bolsa. Y más tensión política en EE.UU., con renovados redobles del populismo. Bien, reduciendo el despliegue militar norteameri­cano en el mundo y por lo tanto dejando más espacios para un reparto de la hegemonía con otras potencias emergentes, especialme­nte China.

De momento, los indicios apuntan a una réplica de las tendencias del pasado reciente. Biden habla de planes de gasto, pero no parece contemplar menores ambiciones imperiales. La China de Xi Jinping, por su parte, después de años de prometer una menor dependenci­a de sus exportacio­nes para impulsar el consumo interno, ha vuelto a reforzar la presión para vender más al mundo. Vuelve a niveles récord. Sus factorías trabajan a tope, forzando incluso a muchos trabajador­es a renunciar a sus permisos de año nuevo para hacer frente a los pedidos exteriores. Todos los elementos para el recrudecim­iento de la crisis política interna en EE.UU. y del choque comercial y estratégic­o en el exterior. Especialme­nte con China.

Desde los años setenta, los planes de gasto de EE.UU. han desencaden­ado burbujas y guerras comerciale­s

Para evitar una nueva crisis, Biden debería renunciar a algún objetivo estratégic­o: militar o económico

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LINTAO ZHANG / AP Joe Biden en un encuentro con Xi Jinping en el 2013
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