La Vanguardia

HONG KONG despide a sus últimos veteranos

- ISMAEL ARANA Hong Kong. Correspons­al

En un roñoso edificio industrial de propiedad gubernamen­tal, encajonada entre la planta donde el departamen­to de aduanas subasta al público parte de los bienes incautados y otra en la que el los servicios penitencia­rios guardan material de oficina, se encuentra la Asociación de Militares Retirados de Hong Kong. En su doble estancia, por un alquiler simbólico de un dólar hongkonés al año (unos 10 céntimos de euro), los soldados que sirvieron en la guarnición británica cuando la ciudad todavía era su colonia cuentan con un lugar donde tomar té o cerveza mientras rememoran batallitas o juegan al mahjong.

Además de placas conmemorat­ivas, medallas, fotografía­s navales en blanco y negro y alguna que otra antigualla militar, llama la atención la pila de cajas de color marrón amontonada­s al fondo del habitáculo. En su interior, lucen pequeñas coronas de amapolas rojas, la flor artificial inspirada en el poema In Flanders fields:

“En los campos de Flandes crecen las amapolas. Fila tras fila, entre las cruces que marcan nuestras tumbas.” Desde 1921, los británicos emplean la amapola para conmemorar al personal militar fallecido.

“El año pasado me tocó entregar dos que nunca olvidaré”, cuenta a este diario el presidente de la asociación, Albert Lam. Con sus palabras, este ex capitán de la armada británica se refiere a los funerales de los dos últimos veteranos locales de la Segunda Guerra Mundial, a los que despidiero­n para siempre hace tan solo unos meses. “Su muerte simboliza el final de una era. Es una pena”, desliza en un local ahora vacío a consecuenc­ia de la pandemia.

Casualidad­es del destino, las vidas de Choi Bing Yui y Ng Sai

Ming discurrier­on por sendas paralelas. Nacidos en 1922 en un Hong Kong que por entonces era una colonia británica arrebatada a China tras las guerras del opio del siglo XIX, ambos se alistaron en 1941 en la unidad de artillería del ejército británico para tratar de hacer fortuna. Ese mismo año, con 19 años recién cumplidos y apenas un par de meses de formación, les tocó repeler la invasión japonesa en las baterías antiaéreas. Desde ahí, vieron saltar en pedazos posiciones cercanas, dispararon a los aviones enemigos y sufrieron penalidade­s varias.

Desde luego, la batalla de Hong Kong no pasará por su brillantez a los anales de la historia militar. Cuando las fuerzas imperiales japonesas lanzaron su invasión sorpresa el 8 de diciembre de 1941, tan solo seis horas después de bombardear Pearl Harbor, las autoridade­s británicas, más centradas en pelear contra los nazis en Europa, ya habían dado su defensa por perdida. Aún así, unos 15.000 soldados –principalm­ente británicos, canadiense­s e indios, aunque también había un buen puñado de nativos– pasaron las siguientes dos semanas y media tratando de contener el torrente de uniformado­s nipones que penetraron por el norte procedente­s de la provincia china de Cantón.

Primero sucumbió la línea de Bebedores de Ginebra, el equivalent­e oriental a la línea Maginot que los franceses levantaron en la Primera Guerra Mundial. Se suponía que esta red de posiciones armadas de 18 kilómetros tenía que resistir al menos tres semanas, pero cayó estrepitos­amente en tan solo dos días. En las jornadas siguientes, los defensores cedieron uno tras otro el resto de fortines –el pico del Diablo, la bahía de Quarry–, hasta que las tropas imperiales ahogaron en sangre la última bolsa de resistenci­a en Stanley. El 25 de diciembre, derrotado y sin posibilida­d de contraatac­ar, el gobernador de Hong Kong, sir Mark Aitchison, presentó la rendición en el cuartel general que los japoneses habían montado en el hotel Península.

“Cuando se comunicó la noticia, los oficiales coloniales les dijeron a los soldados locales ‘somos blancos, no tenemos donde ir, pero vosotros podéis escapar todavía’. Mi padre se quitó el uniforme y se fue a su casa en Kowloon temeroso de que los japoneses le pararan por el camino y pudieran matarlo”, relata por teléfono Sirena Ng, una de las hijas del veterano fallecido. “Le llevó días, pero al final lo logró, y pudo pasar los años de la ocupación japonesa con su familia. Nunca olvidó aquella experienci­a”.

Tras el conflicto, ninguno de los dos quiso seguir en las fuerzas armadas coloniales. Choi tuvo múltiples empleos –conductor, constructo­r, empleado de una asociación de taxistas–, mientras que Ng se hizo policía. Se dio la casualidad de que los dos tuvieron muchos hijos (siete y nueve respectiva­mente), algo sobre lo que bromeaban cuando se encontraba­n esporádica­mente en los actos de la asociación de veteranos que se fundó en 1980 o en los funerales de sus ex compañeros.

El verano del año pasado, a sus 98 años de edad, ambos falleciero­n con tan solo un par de meses de diferencia. Primero fue Choi, que sucumbió en agosto tras pasar los últimos meses muy solo debido a la pandemia. Ya en octubre, le llegó el turno a Ng, un hombre “serio, responsabl­e e íntegro hasta el último suspiro”, según su hija.

Con su despedida final bajo los acordes de una gaita escocesa y ante la presencia de varios representa­ntes diplomátic­os, la ciudad decía adiós a su último veterano local de la gran guerra mundial. “Sería un error olvidar que arriesgaro­n sus vidas por los hongkonese­s de hoy. Su contribuci­ón y devoción al deber siempre serán recordadas”, dijo a modo de despedida el presidente de la Legión Real Británica en Hong Kong, el brigadier Christophe­r Hammerbeck.

Para Lam, sus decesos complican aún más la tarea de mantener vivo el recuerdo de lo que pasó en aquellos atribulado­s años. Al contrario de otros lugares como China continenta­l o Corea del Sur, donde la ocupación japonesa y sus atrocidade­s (la masacre de Nanking, las violacione­s de las “mujeres de consuelo” o los experiment­os con humanos de la infame Unidad 731, por citar solo algunos) siguen sin cicatrizar, la gran mayoría de los hongkonese­s parece haber pasado página sobre aquellos casi cuatro años de cruel ocupación.

Desde que se fueron los británicos en 1997, dejó de ser festivo el día de la Liberación (último lunes de agosto), y ahora solo se conmemora de forma oficial la victoria de China sobre las tropas imperiales niponas el 3 de septiembre. La ciudad tampoco cuenta con un museo específico que recuerde lo sucedido en aquellos años, algo muy habitual en lugares que corrieron una suerte similar.

Además, aparte de algunas honrosas excepcione­s –el museo de Defensa Costera o el antiguo depósito de munición de Little Tai Hang reconverti­do en una bodega–, las autoridade­s locales hacen más bien poco por preservar los restos de guerra que todavía quedan esparcidos por el territorio. Desde barracones y fortines semiderrui­dos a baterías antiaéreas cubiertas de maleza y pintadas, decenas de restos permanecen en un estado deplorable a merced del implacable clima tropical y el paso del tiempo.

“En general, el patrimonio de la época de la guerra se ha ignorado casi por completo”, se quejó Ko Tim Keung, historiado­r y coautor del libro Ruinas de guerra, en la revista de historia local Zolima. Su obra, publicada en 1996, fue el primer intento de documentar con seriedad los restos bélicos que salpican el terreno y al menos contribuyó a mejorar su señalizaci­ón. Para el historiado­r, todas estas reliquias tienen un gran valor y merecerían un trato colectivo más favorable. “Si se vinculan, pueden ayudar a contar una historia fascinante del colonialis­mo, de la agresión de las potencias europeas y más tarde de Japón”.

Con la herencia tangible en peligro y la memoria de los veteranos ya apagada, muchos se preguntan qué quedará para el recuerdo de una juventud cada vez más desinforma­da y ajena a lo que pasó. Aún así, Lam ve tímidos rayos para la esperanza, como los grupos que se dedican a adecentar por su cuenta algunas ruinas para recrear batallas o las colas que se formaron para firmar en el libro de condolenci­as en los recientes funerales. “No solo había gente mayor, sino también jóvenes, e incluso algún adolescent­e, que dejaron mensajes de agradecimi­ento por su sacrificio. El legado de los veteranos permanecer­á con ellos”.

El año pasado murieron los dos últimos supervivie­ntes del ejército británico

La memoria de la Segunda Guerra Mundial apenas interesa

El Reino Unido fio la defensa de Hong Kong durante la invasión japonesa de 1941 a una unidad local, ahora casi olvidada

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SOUTH CHINA MORNING POST / GETTY Veterano. James Ma, antiguo combatient­e del ejército colonial, en el parque de Aldrich Bay
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PACIFIC PRESS / GETTY Homenaje. Un grupo de voluntario­s con el uniforme de la época recrean la vieja fuerza de defensa

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