La Vanguardia

El consuelo de la conspiraci­ón

- John Carlin

Olos judíos o los norteameri­canos o los dos a la vez son los responsabl­es de la mayoría de los males del mundo. Al menos eso es lo que piensa un alto porcentaje de los habitantes de la Tierra, incluso bastantes norteameri­canos, entre ellos una congresist­a recién elegida a la Cámara de Representa­ntes.

Marjorie Taylor Greene, del Partido Republican­o, opina que los incendios forestales que han arrasado buena parte del estado de California en los últimos años fueron provocados por unos rayos láser disparados desde una nave espacial propiedad de la rica y famosa familia judía, los Rothschild. También ha insistido en la tesis de que el tiroteo que acabó con las vidas de 17 personas en una escuela secundaria de Parkland, Florida, en febrero del 2018 fue una operación encubierta dirigida por agentes del gobierno de su propio país. Una de las soluciones que Taylor Greene ha propuesto para poner fin a semejantes barbaridad­es ha sido “una bala en la cabeza” de Nancy Pelosi, la speaker demócrata en la Cámara de Representa­ntes.

Esta señora tiene toda la pinta de ser la heredera espiritual de Donald Trump. Ríanse, pero, visto lo visto, no es del todo descartabl­e que un día acabe siendo presidenta de Estados Unidos. Es la figura política norteameri­cana de la que más se ha hablado en la última semana. Gracias a que cuenta con el apoyo entusiasta de Trump, al que acabaremos viendo como el epítome de la sensatez si ella llega un día a la Casa Blanca, los líderes del Partido Republican­o se han tragado la bilis que les provoca y no han hecho caso al clamor en los medios para expulsarla del Congreso.

Taylor Greene, fanática de las armas de fuego, podría ya tener a casi la quinta parte de los votantes en el bolsillo. Pertenece al 17 por ciento de la población adulta de Estados Unidos que cree que una red satánica de pedófilos pertenecie­ntes a la élite política y financiera (la conexión judía es aquí el ubicuo George Soros, el multimillo­nario inversioni­sta húngaro) está intentando tomar el control de la política nacional. Se trata de la misma élite que está detrás del siniestro complot de las vacunas. Supuestame­nte nos van a salvar de la covid, pero, ya saben, en realidad van a matar a media humanidad.

Los norteameri­canos no son los únicos que creen que se está planeando algo mucho más grande que un genocidio. Habrán visto la foto de la entrada del centro de exterminio de Auschwitz, la que lleva la inscripció­n “El trabajo te hace libre”. Bueno, esta semana un panfleto ha estado circulando en Londres con un dibujo de la misma entrada pero con el letrero cambiado por “Las vacunas son el camino seguro a la libertad”.

Las teorías de la conspiraci­ón ni son nada nuevo, ni se limitan al mundo anglosajón. Son tan antiguas como Adán y Eva y tienen especial resonancia en la parte del mundo donde la historia de la primera pareja se originó. En Oriente Próximo pululan los Taylor Greene. El sida, los ataques del 11-S, el Estado Islámico, el coronaviru­s, todos tienen su origen en Israel o en los judíos en general, actuando bajo el amparo de la CIA, o el FBI o “el Estado profundo” norteameri­cano que, como Dios mismo, todo lo ve y todo lo controla. Agentes del Mosad dirigieron a los tiburones que en diciembre del 2010 se comieron a cuatro turistas extranjero­s en una popular playa de la costa egipcia. Sí, en serio: mucha gente se lo creyó. Lo hicieron gracias a aparatos GPS pegados a las espaldas de los grandes peces asesinos.

Fueron los judíos también, claro, los que se inventaron el cuento chino del Holocausto nazi.

En el mundo hispano, la corriente antisemita es bastante fuerte pero más subterráne­a. Se disimula mejor. El blanco preferido es, por antigua tradición, “el imperialis­mo yanqui”, aquel azufre maligno en cuya ausencia Venezuela, Cuba, México y demás países de América Latina serían tan democrátic­os como Suecia, tan prósperos como Singapur. Cada país tiene, por supuesto, sus conspiraci­ones de fabricació­n propia. Aquí en España tenemos a nuestros Taylor Greene también. Según las encuestas, sigue habiendo un porcentaje importante de españoles (hasta la mitad de los fieles del Partido Popular, he leído) convencido­s de que los atentados yihadistas en Madrid del 11 de marzo del 2004, con su saldo de 193 muertos, se llevaron a cabo con la complicida­d de ETA.

¿Por qué la gente sucumbe a tantas pelotudece­s? He estado leyendo a varios expertos académicos sobre el tema esta semana y veo con fruición (no hay plato mejor que el que alimenta la vanidad) que confirman bastantes de mis ideas al respecto. Como periodista he tenido que oír gran cantidad de teorías de la conspiraci­ón. Llegué a la conclusión hace tiempo de que muchos de los individuos que las pregonan se sienten marginados; creen, en el fondo, que han fracasado; esconden la amarga sensación de que el mundo no ha sabido reconocer su brillantez; quieren convencers­e de que la culpa no es suya sino de fuerzas externas, habitualme­nte ocultas, empeñadas en obstaculiz­ar sus merecidos triunfos.

Estas mismas premisas se pueden aplicar por igual a aquellas naciones en las que prevalece la baja autoestima o a partidos políticos que han sido rechazados por los electorado­s. Responsabi­lizar a otros les da dignidad en la derrota, les ofrece refugio cuando se sienten perdidos, les aporta el consuelo de creer que saben más que el común de los mortales, que solo ve las superficie­s de las cosas. “¿Te vas a vacunar? ¡Ja! Pobre ingenuo: no te enteras. ¡Carnaza para las farmacéuti­cas y las élites neoliberal­es!”.

El problema es que a veces los ilusos acaban triunfando. Si consiguen que otros resentidos se identifiqu­en con ellos, la teoría de la conspiraci­ón puede ser un vehículo que les lleva lejos. El caso clásico lo ofrece Hitler, el pintor desdeñado en un país humillado que identificó en los judíos (¿quién si no?) la razón de sus fracasos. El inseguro de Trump irrumpió en el escenario político en el 2008 proclamand­o la idea de que Barack Obama era un fraude, que no había nacido en Estados Unidos. Y ahora tenemos a la Taylor Greene.

Quién sabe qué decepcione­s personales la condujeron por el camino de la conspirano­ia, pero lo que sí está claro es que, uno, ha llegado más lejos de lo que se hubiera imaginado y, dos, que seguirá cargada del combustibl­e de la amargura y el rencor: en los pasillos del Capitolio la mayor parte de sus compañeros congresist­as, sin excluir a muchos de su propio partido, la tratarán como una apestada o, como decía Hillary Clinton de personas como ella, una deplorable. Esa misma gente fue la que votó a Trump hace cuatro años y ojo si un día no votan a su pupila favorita.

Taylor Greene tiene toda la pinta de ser la heredera espiritual de Donald Trump

A veces los ilusos acaban triunfando; la teoría de la conspiraci­ón puede ser un vehículo que les lleva lejos

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ORIOL MALET
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