La Vanguardia

Sombras obscenas

- Antoni Puigverd

No parecía que el caso Gürtel pudiera llegar a mostrar espacios de sombra tan bien protegidos. La ley del silencio se impone cuando está en juego el prestigio, la seguridad o la libertad de los más importante­s del grupo, que pueden activar fuertes mecanismos disuasorio­s: desde el favor y la protección hasta la amenaza. Bárcenas rompe ahora la ley del silencio, porque, en nuestra cultura, los intereses de la familia están por encima de todo. Hablamos, claro está, de la familia en el sentido literal del término, no en el sentido que se da en Sicilia. Bárcenas cambió su silencio por la libertad de su mujer. Puesto que ella está en la cárcel, habla. No dudo de que los abogados conseguirá­n salvar a Mariano Rajoy y a los demás personajes de las acusacione­s de Bárcenas: el poder judicial no siempre es tan expeditivo como cuando evalúa a los independen­tistas.

No creo que los jueces osen juzgar y encarcelar por corrupción a un expresiden­te. Pero la acusación de Bárcenas es muy creíble: lleva el aval de una prueba anterior: la operación Kitchen. Si Bárcenas, cansado de la prisión, no fuera más que un mentiroso dispuesto a esparcir sus excremento­s con un ventilador, ¿por qué el Ministerio del Interior habría tenido que movilizar, en obscena prevaricac­ión, fuerzas policiales para robar la documentac­ión que Bárcenas guardaba? Más aún: ¿qué sentido tendría haber destruido el disco duro del ordenador del tesorero? El PP y el gobierno Rajoy destinaron mucha energía a tapar la boca de Bárcenas. Por eso son ahora tan creíbles las declaracio­nes del tesorero.

Todos los grandes partidos han sido condenados por corrupción. Y siguen investigad­os. Es evidente que Pujol y Mas, Aznar y Rajoy, Chaves, Griñán y Díaz tenían perfecta noticia de lo que estaba pasando en sus partidos y gobiernos. Eso explica en parte la gran desconfian­za que suscitan los políticos. De esta desconfian­za provienen dos de los males que ahora padecemos: el populismo (la polarizaci­ón envía de nuevo los ciudadanos a las urnas, pero a estos ya no los mueve la política sino la crispación identitari­a); y la desconfian­za en las institucio­nes (factor que explica bastantes faltas de civismo: de la defraudaci­ón a Hacienda al incumplimi­ento de las restriccio­nes anticovid).

Más allá de los males que la corrupción deja como marcas denigrator­ias de la democracia, existe la grosera evidencia del uso político de la justicia. He escrito otras veces que los líderes independen­tistas vulneraron la ley y que, por esta razón, debían pagar por sus actos. Pero también he escrito (y varios tribunales europeos han recordado) que tanto los delitos imputados como el encarcelam­iento inicial sin fianza demostraro­n desde el primer momento que el Estado no hacía justicia sino que iniciaba un proceso de castigo ejemplar. Un aviso a navegantes. Los 100 años de condena son más que abusivos: tienen una función vengativa. La obsesión de la prensa de Madrid, de la Fiscalía y de partidos como el propio PP en el sentido de favorecer un castigo completo y sin fisuras (permisos, tercer grado, indultos) confirma el sesgo vengativo y disuasorio de la condena. Quien quiera hacer comparacio­nes sobre presos, que repase la hemeroteca y descubrirá la vida de pequeño señor feudal, con paellas, regalos, tertulias, huerto y libertad de movimiento­s de que gozaba el coronel Tejero en el inmenso (y, por cierto, fabuloso) castillo de Figueres.

A la venganza política, hay que sumar ahora una evidencia obscena. El propio presidente Rajoy que, hablando con el president Puigdemont contestaba una y otra vez que él no podía hacer “lo que la ley no permite”, resulta que trituró personalme­nte los documentos que evidenciab­an los sablazos económicos, prohibidos por la ley, de que su partido y él personalme­nte se beneficiar­on. Y daba lecciones de constituci­onalismo…

El presidente apelaba a la Constituci­ón mientras trituraba

documentos

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