La Vanguardia

Silenciosa victoria del olvido

- Manuel Cruz M. CRUZ, filósofo y expresiden­te del Senado. Autor del libro Transeúnte de la política (Taurus)

Aunque a alguien le pueda parecer al contrario, el olvido le va ganando la batalla a la memoria. Puede no dar esa impresión a primera vista, ciertament­e. Sobre el papel, la memoria se ve reivindica­da por doquier, proliferan los que cantan sus excelencia­s, mientras que nadie se atreve a hacer apología explícita del olvidar. De hecho, hasta las máquinas presumen de tener mucha, esto es, de poseer una enorme capacidad de almacenami­ento, y estamos dispuestos a pagar más para tener la mayor cantidad posible de ella en nuestros dispositiv­os. Sin embargo, el olvido, discretame­nte y de puntillas, sin apenas llamar la atención, se ha ido enseñorean­do del imaginario colectivo. No lo ha hecho a través de su reivindica­ción declarada, que, en las ocasiones en las que se ha planteado (por ejemplo, a través de la reclamació­n de un derecho al olvido en internet), de inmediato ha suscitado el desconfiad­o recelo de muchos, enviciados con la práctica, a menudo obscena, de tenerlo todo a la vista siempre. Lo ha hecho de forma mediata, a través de conceptos interpuest­os, como el de volatilida­d, los cuales, por la vía de los hechos, materializ­aban dicho olvido.

Por paradójico que en primera instancia pueda parecer, tal vez este taimado y silencioso triunfo del olvido le esté rindiendo un postrer servicio a la memoria, en la medida en que está permitiend­o certificar los relevantes efectos de no tomarla en considerac­ión. Probableme­nte el más importante de todos ellos, y del que se derivan no pocos efectos complement­arios, sea el de dar por descontado que tenemos derecho a considerar como nuevo a todo aquello que nos viene de nuevas. El resultado de no cuestionar esta ignorancia, hasta el punto de concederle el rango de derecho, es que permite que pueda reaparecer, con ropajes de novedad, cualquier cosa pasada sin que a nadie le preocupe certificar su real antigüedad. Por momentos, y a la vista del número de repeticion­es inconfesad­as que se producen en determinad­os ámbitos (en el de la política desde luego), se diría que vivimos instalados en un remake permanente que desconoce su condición de tal. Puestos a intentar precisar, tal vez habría que afirmar que el triunfo del olvido no se está produciend­o por la retirada o la incomparec­encia de la memoria, sino precisamen­te por una sobreabund­ancia de informació­n imposible de retener.

Uno de los efectos que esta situación produce sobre los individuos es el que Ortega denominaba adanismo, siendo lo caracterís­tico de nuestro tiempo no tanto su presencia como su desatada generaliza­ción. Por supuesto que, casi por definición, quienes incurren en él no son consciente­s de la inconsiste­ncia de su actitud. Ignoran, sin duda, que hablan con palabras viejas, de cuyo origen se habría perdido la memoria, generando de esta forma un específico espejismo de novedad en el que vivirían instalados.

Pero esta pérdida de la memoria del origen no es casual ni, menos aún, inocente. En ese sentido, el reproche de adanismo que con frecuencia se dirige a quienes se comportan como si el lenguaje se hubiera iniciado en el instante en que empezaron a hablar suele omitir un elemento básico. Me refiero al de la responsabi­lidad de aquellos otros que no advirtiero­n a estos adanistas de que el propio adanismo en cuanto tal, lejos de ser un invento nuevo, que nacía con ellos, tiene una muy larga historia detrás. En realidad, lo sabemos bien a estas alturas, es el gesto recurrente de aquellos que, por inmadurez o por simple ignorancia, no saben muy bien qué hacer con el pasado.

Sin embargo, habría que ser prudentes antes de convertir la constataci­ón anterior en reproche. Con toda seguridad, esta es una de las cosas que quienes hemos dedicado toda nuestra vida a la docencia creemos tener más clara. Reprochar ignorancia a quienes acuden a nosotros precisamen­te para ponerle remedio informa más de las dudosas cualidades del docente que de las de aquellos a los que este reprocha no saber. Nada tiene de extraño entonces que quien se desentiend­e desde un buen principio de su obligación, más tarde, cuando el resultado de su trabajo se manifiesta abiertamen­te insatisfac­torio y, por añadidura, él mismo se ve impugnado radicalmen­te por aquellos a los que debía haber formado de mejor manera, opte por lavarse las manos y celebrar ese ingenuo adanismo que, a fin de cuentas, le libera a él de toda responsabi­lidad (es muy propio del adanista afirmar “no le debo nada a nadie”).

Pero repárese en que si alguien no se puede permitir esa actitud es precisamen­te aquel o aquellos cuya tarea histórica es la de transmitir la herencia recibida (en cualquier plano). Porque resultaría entonces que quienes habrían roto el hilo de la tradición (Hannah Arendt dixit) no habrían sido quienes no alcanzaron a adquirir plena conciencia de su condición de hijos de la misma –quienes se creyeron por completo inaugurale­s– sino aquellos otros que, previament­e, renunciaro­n a hacérselo saber. Con tal renuncia contribuye­n decisivame­nte a la victoria del olvido.

Vivimos instalados en un remake permanente que desconoce su condición de tal

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