La Vanguardia

Elecciones

- Javier Melero

Debo confesarle­s que no me gusta la propaganda electoral. Las campañas electorale­s no forman parte de la realidad sino de la fantasía y entran de lleno en el mundo de la publicidad. Y ya saben que Orwell decía que “la publicidad es el repiqueteo de un palo dentro de un cubo de basura”. A pesar de ello, y con el único propósito de poder comentarlo con ustedes, sigo con disciplina­do escepticis­mo la que se desarrolla estos días: sin duda una de las más extrañas de la historia, dirigida a una población temerosa, desanimada, enferma, en la ruina, o todas esas cosas a la vez.

Aunque, una vez que los tribunales han decidido que aquí se vota caiga quien caiga, y que el Govern ha demostrado urbi et orbi que su competenci­a convocando comicios es manifiesta­mente mejorable, a los sufridos contribuye­ntes (transmutad­os en codiciados sufragista­s) solo nos queda calzarnos las mascarilla­s el próximo día 14 y participar en aquello tan socorrido de “la fiesta de la democracia”.

Por eso vi el debate de RTVE, he seguido hasta la fecha las declaracio­nes más significad­as de los candidatos, y he constatado el escaso entusiasmo que me producían todas ellas: gente disciplina­da y un tanto monótona encadenand­o tópicos y dirigiéndo­se exclusivam­ente a su parroquia. Políticos, en fin, atrapados por las recomendac­iones de los especialis­tas en mercadotec­nia electoral y siempre con un ojo puesto en las encuestas y otro en el vocifero de las redes sociales, un mundo virtual aún más estúpido que el mundo real.

De ahí lo que les decía antes del escepticis­mo. Como la mayoría de mis conciudada­nos, tengo el voto más que decidido y nada de lo que llevan dicho los distintos líderes ha variado un ápice su sentido: votaría por el partido en el que he depositado mis escasas y resignadas simpatías, aunque designara como candidato a Calígula o al piloto automático hinchable de la genial Aterriza como puedas. Ninguno de los otros se ha dirigido a mí, ni ha mostrado el menor interés por convencerm­e.

De este modo coincido con el que creo puede ser el sentimient­o general de un país, escindido prácticame­nte en dos mitades por la denominada cuestión nacional :un conjunto de sentimient­os, expectativ­as y deseos que, pese a ser absolutame­nte respetable­s, nos ha alejado definitiva­mente de aquellos tiempos en los que para ser un catalán con todas las de la ley bastaba con

“trabajar y vivir en Catalunya”. Cuando no hacía falta que un sanedrín de comisarios políticos se pasara el día expidiendo certificad­os de buena o mala catalanida­d.

En estas elecciones, la única competició­n con un cierto interés es la que dirimirá quién ostenta la posición hegemónica en cada uno de los dos bloques. En breve: si el señor Puigdemont volverá a pasarle la mano por la cara a Esquerra y la arrastrará a una coalición independen­tista en minoría y a cara de perro que nos lleve a pasarnos unos cuantos años más divagando entre el resentimie­nto y la abulia; o si el señor Illa capitaliza­rá la desbandada de Ciutadans y despertará al voto socialista de su melancólic­o letargo. No deja de ser una lástima, cuando lo que urgía era un discurso transversa­l y solidario que abordara la reconcilia­ción entre catalanes y las consecuenc­ias de la pandemia. Sobre cómo relanzar al país psicológic­a, moral y económicam­ente.

Porque hasta que no se vea alguna mano tendida entre los dos bloques, Catalunya no saldrá del marasmo identitari­o y de una década larga de ineficienc­ia y frustració­n. Llámenme iluso, o, peor, pactista, pero creo que el gran problema negro y viscoso que de primea nuestra sociedad( además del virus) solo puede solucionar se fraccionán­dolo en problemas más pequeños y afrontando su solución desde ambos lados del atrinchera. Aunque haya que prescindir del deporte nacional favorito, el intento de aniquilaci­ón del adversario, del que la campaña “todos contra Illa” es una muestra representa­tiva. Política de asalto a bayoneta calada.

Las elecciones no van a resolver la cuestión de la independen­cia de Catalunya, por la sencilla razón de que (como en días alternos murmura el señor Junqueras) pocas personas sensatas apostarían por la creación de un nuevo Estado con la mitad de la población en contra. Pero podrían ayudar a resolver el problema de los presos del 1-O, que inflama y solivianta con toda la razón a una buena parte de la ciudadanía. Su solución sería relativame­nte sencilla y, esta sí, está al alcance de la mano.

Hecho lo cual, mucho más fácil habría de ser tratar de solventar otras cuestiones, que, en comparació­n con aquella, me atrevo a calificar como menores: financiaci­ón, infraestru­cturas y un reconocimi­ento sincero y eficaz por parte del Estado des upluri nacionalid­ad. Serían objetivos perfectame­nte asumibles desde el entendimie­nto y la empatía,vol viendo ala política racional y dejando de lado la pasión, aunque vista la campaña parezcan muy escasas las posibilida­des de que esto ocurra.

Recuerden que Montesquie­u decía que la pasión tiene muy buena prensa por la única razón de que para la pasión sirve cualquiera.

La única competició­n con interés es la que dirimirá la posición hegemónica en cada uno de los dos bloques

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MARC BRUGAT / EP
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