La Vanguardia

Deseos de ser punky

- Joana Bonet

Hay una idea que Isabel Díaz Ayuso repite sin cesar: “A Madrid se viene a que te dejen en paz”. Es una frase enorme. Concentra el carácter de esta villa arbolada en el corazón de una Castilla parca y seca. La identidad se escurre aunque cada vez se saque una bandera más grande de la bragueta. El enganche a la rojigualda en las manifestac­iones tiene algo de infantil: cómo hemos gozado ante la estampa de esas señoras tanoréxica­s, vestidas de rojo y amarillo de la cabeza a los pies. Porque los que somos de fuera venimos a Madrid para disolverno­s en su porosidad y mantener conversaci­ones con extraños. La simpatía moruna y castiza que exaltaba Umbral –la de la “tribu urbana de origen moro y herborizac­ión plural”– ablanda la dureza de las radiales que circunvala­n la ciudad, pura imagen del caos, los cruces, puentes y dobles sentidos que llevamos dentro.

Los camareros de toda la vida, como los del Carta Marina –donde me llevó mi adorado Vicente Verdú para celebrar con marisco el fin de una etapa de quimio–, te cuidan cual enfermeros del placer. Parecen un actor de espalda cargada al decirte: “Nos alegramos de verla de nuevo”. Sí. A Madrid se viene a que te dejen en paz. De La verbena de la Paloma a la movida o el transfemin­ismo. De las libertades sin ley de Agustín García Calvo a los derechos inalienabl­es del fumador que defendió en su día Esperanza Aguirre. O la nostálgica exaltación del vino de unos Aznar y Rajoy bien colorados.

No es mal negocio vender el deshielo de la vigilancia entre prójimos. El conservadu­rismo punky que representa Madrid sigue favorecien­do un costumbris­mo posmoderno. Pero la frase que tanto repite Ayuso no es suya. Pertenece al periodista Rafa Latorre: “A Madrid siempre se ha venido a lo mismo. A que te dejen en paz”. (También es muy madrileño olvidar los derechos de autor en la orgía liberal). No hay ola que obligue a renunciar al aperitivo de cañas bien tiradas y torreznos crujientes bajo estufas que templen el terraceo invernal. Su chulería, ese arrojo –temerario o no–, ha contribuid­o a que sea una de las pocas ciudades europeas donde la restauraci­ón se ha mantenido en pie, ofreciendo homenajes a sus comensales, como las angulas ahumadas de Lobito de Mar o esa santidad de torrijas que dan en Joselito.

La desobedien­cia de Madrid acerca extremos: los contestata­rios grafitis de la avenida de la Paz y el institucio­nalizado libertaris­mo de Ayuso, que algunos confunden con la amoralidad y la falta de estética. Como lo de Bárcenas y sus jefes, trasegando sobres de dinero con corbatas de seda.

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