Color, mística, abstracción
La Mapfre ilustra la evolución del influyente Jawlensky desde su obsesión por el rostro
Alexéi von Jawlensky (1864-1941) dedicó 22 años a indagar en el rostro humano. Algo así no puede ser casual; por fuerza responde a una obsesión. Y así es, señala el conservador jefe de Artes Plásticas en la Fundación Mapfre, Carlos Martín, antes de explicar el origen de tal fijación. Lo hace durante la presentación de la gran muestra que la entidad abre al público mañana, hasta el próximo 9 de mayo, bajo el título Jawlensky. El paisaje del rostro.
Todo empezó, dicen los historiadores del arte, cuando Alexéi era un crío y acudió con su familia a una iglesia ortodoxa en Polonia. Allí se desarrollaba el ritual cuya visión iba a marcarlo como artista. Fue una especie de revelación. “Ante una fanfarria de trompetas”, relata Martín, el joven vio cómo se levantaban los tres velos que cubrían el icono de una virgen”. El futuro pintor debió de quedar con la boca abierta mientras la magnética e impersonal imagen se fijaba en su mente.
El debate bizantino de la relación entre divinidad e icono iba a transformarse bajo su pincel en una búsqueda incansable de la expresión de lo humano a través de unos rasgos faciales cada vez más indefinidos, unos rasgos esenciales pintados con creciente economía narrativa.
“A Jawlensky –considerado uno de los padres de la abstracción aunque no llegara a practicarla de manera tan rotunda como su compañero y compatriota Vasili Kandisnski– le interesaba la cara como arquetipo, no el retrato. Buscaba la abstracción, no la psicología”, señala Martín. De ahí que sus rostros no estén casi nunca identificados salvo por el género, la edad o la procedencia de la persona pintada (Niña, Mujer española, Ojos oscuros...).
El recorrido por la exposición de la Mapfre, con un centenar de piezas, ilustra de manera muy perceptible la evolución de Jawlensky. El itinerario arranca en una primera etapa de entrada algo “lúgubre” en Rusia, aunque con toques de una embrionaria modernidad empapada en el postimpresionismo, describe la directora de Cultura de la Fundación, Nadia Arroyo. La explosión de color que después caracteriza al pintor llega en la sección dedicada a las Cabezas de preguerra ,alaquele siguen las incursiones abstractas en las series de Variaciones sobre temas paisajísticos. Luego, vuelta al rostro pero ya del todo despersonalizado en las Cabezas Místicas y las Cabezas Abstractas. Y, finalmente las Meditaciones, donde “logra unir dos ámbitos que siempre se habían considerado excluyentes: la figuración inherente al icono y la ejecución formal de este, la abstracción”. Esa relación es lo más interesante de Jawlensky, señala Martín: el vínculo que establece entre un pasado tan remoto como el del icono, y algo tan moderno como el minimalismo y el expresionismo abstracto norteamericanos, con Frank Stellla, Pollock y Rothko al frente.
La influencia del ruso en el arte americano del siglo XX quedó encauzada con la campaña que la pintora Galka Scheyer emprendió en los años 20 en la Costa Oeste de EE.UU. para vender obras del grupo Los cuatro azules, integrado por Jawlensky más Kandinski, Paul Klee y Lyonel Feininger.
Para mejor contextualizar la figura y creaciones de Jawlensky, la muestra confronta sus lienzos con otros de artistas que le influyeron o compartieron inquietudes con él, como Derain, Matisse o Sonia Delaunay. La exposición se celebra a la par y en el mismo edificio que una completa panorámica de la fotógrafa japonesa Tomoko Yoneda.
Jawlensky vincula el arcaico arte del icono con el expresionismo abstracto de los artistas estadounidenses