La Vanguardia

El carnaval o la vida

- Francesc-marc Álvaro

El carnaval del año 2000 me pilló cubriendo para el diario Avui la campaña de Aznar de las generales, las que ganó por mayoría absoluta. Servidor era uno más de la caravana de periodista­s que informaba sobre las peripecias del líder conservado­r por las Españas: durante quince días visitamos un montón de capitales de provincia (sobre todo pabellones deportivos, teatros y plazas de toros) y pudimos comprobar que el PP había conseguido movilizar una parte central de las nuevas clases medias que ya no se sentían vinculadas a la épica sin gas de González; era el momento supuestame­nte centrista de Aznar, que se sostenía parlamenta­riamente gracias a los convergent­es (pacto del Majestic) y el PNV. También era muy evidente que los populares disponían de una máquina electoral profesiona­l y bien engrasada, que no tenía nada que ver con el modo de funcionar de la transición. Después de esos comicios, la derecha sacó del cajón su verdadera agenda (cocinada con paciencia por los ideólogos de la FAES) y empezó el ciclo recentrali­zador y reaccionar­io que nos ha llevado donde estamos hoy.

Soy hijo de una ciudad –Vilanova i la Geltrú– que celebra el carnaval como su gran fiesta y eso me ha marcado. Cuando sea mayor (y encuentre financiaci­ón), rodaré una película al estilo de Le bal –de Ettore Scola– que contará medio siglo de vida a través de los diversos carnavales que recuerdo desde que era un niño, en los convulsos setenta, cuando se rompía la costra del franquismo y las ganas de vivir en libertad hacían del rey Don Carnal el nuncio de una época nueva. Explico eso porque, hace más de veinte años, y encontránd­ome en pleno domingo de carnaval en Tenerife para cubrir uno de los mítines de Aznar, el aguijonazo sentimenta­l fue fuerte y tuve que llamar a los amigos para que –poniendo el teléfono en dirección a los balcones abiertos– me hicieran llegar el ambiente de mis calles, sobre todo la música de las comparsas, las notas de una marcha militar titulada El Turuta y que –paradojas de la historia– es la pieza obligada que hace saltar a los comparsero­s vilanovese­s durante toda la jornada. Lo más extraño es que íbamos tan liados con el trabajo que no tuvimos tiempo ni energías de disfrutar del magnífico carnaval de los canarios, aunque un colega de otro medio –no diré el nombre, pero es una figura que ahora tiene vuelo mediático– se perdió entre las máscaras y las bailarinas, y poco faltó para que perdiera el avión el día siguiente. Este año, también añoro el carnaval y también sigo una campaña. Todo regresa.

La pandemia ha obligado a suspender los carnavales, es comprensib­le. En cambio, no ha suspendido la campaña electoral y el domingo estamos llamados a votar. Los jueces han determinad­o que Don Carnal –el único monarca al cual dejaría las llaves de mi casa– no nos visite mientras permiten que los candidatos –algunos no servirían ni para mascarot (término muy vilanovés que describe a alguien disfrazado de cualquier manera y tirando a lo grotesco) a las cuatro de la madrugada cuando todo el mundo va borracho– vayan desfilando como si nada. No deja de ser muy desconcert­ante. Sin embargo, más allá del hecho de que las mascarilla­s han sustituido a las máscaras y los disfraces, es inevitable contemplar la política de estos días (incluido el espectácul­o demoledor de Bárcenas y los suyos) como una mascarada involuntar­ia, el preludio de la Cuaresma, periodo de abstinenci­a que la Iglesia católica pone a nuestro alcance a partir del miércoles de Ceniza; una ocasión ideal para empezar la operación bikini.

Hay un político catalán que ha sido alcalde que tiene una frase sensaciona­l. Siempre dice esto: “A mí, la política me ha maleado”.

¿La política vuelve malo a aquel que la ejerce? Este veterano lo expresa con una sonrisa de distancia autocrític­a, claro. Es un resumen magnífico de lo que Weber teorizaba como “el pacto con el diablo” que asume cualquiera que tiene responsabi­lidades políticas. Dicho esto, la política también puede hacer que algunas personas, en vez de malearse, se conviertan en más burras, extremo más peligroso. A veces, sospecho que eso nos puede pasar a todos, me pongo el primero de la lista: cuando estás obligado a exponerte a mucha demagogia, es muy fácil perder neuronas.

Sea por fatiga, por nostalgia o por tontería estructura­l, hace días que no me quito de la cabeza una canción, La vida es un carnaval, escrita por Víctor Daniel y populariza­da por la mítica Celia Cruz. El estribillo reza así:

“Ay, no hay que llorar (No hay que llorar) / Que la vida es un carnaval / Y es más bello vivir cantando / Ohoh-oh, ay, no hay que llorar (No hay que llorar) / Que la vida es un carnaval / Y las penas se van cantando”.

Me gusta mucho la versión que hizo de este tema el también cubano Issac Delgado, que sirvió para un spot de ron. La letra no es más que una actualizac­ión tropical del carpe diem horaciano. Miel sobre hojuelas. Pero ahora nos hacen elegir: el carnaval o la vida. Adiós, Don Carnal. Y, mientras veo los debates electorale­s por la tele, abro una botella de ron y brindo por los carnavales que llevamos dentro, los mejores.

Los jueces determinan que Don Carnal no nos visite mientras permiten que los candidatos desfilen

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