La Vanguardia

Toque de ‘quietus’

- Clara Sanchis Mira

Faltan veinte minutos para el toque de queda. Caminamos apresurada­s, nos asalta la visión de un tipo vestido de rojo que de un momento a otro tocará la trompeta, o la corneta, encaramado a alguna cornisa o algo, para que nos quedemos quietus. Cada cual se las entiende con su imaginario. Hay quien ve campanas. O nada. Lo cierto es que casi corremos por la gran ciudad, medio cogidas de la mano, para llegar a nuestros destinos sin infringir la ley. No es que vayan a amonestarn­os justo a nosotras por sobrepasar un minuto la orden gubernamen­tal, con la de gente que corre con la hora al cuello y cara de sospechoso a sueldo. Pero hay un regusto morboso en nuestros pasos, un ansia de obediencia rara, un tres en raya, una pulsión culpable que nos empuja a rozar la línea roja, sin cruzarla. En el borde está la sustancia. Más o menos. El caso es que salgo de trabajar con el tiempo en los talones, cuando la inminencia del toque de queda arrastra a la ciudad a su nuevo horario de atascos. Los horarios están desorienta­dos. Como la presunta borrachera de ese joven que saca la cabeza por la ventanilla de un coche, y que tal vez empezó a beber a las seis de la tarde para llegar a casa ya vomitado. Si no, por qué vomita ahora este paso de cebra que esquivamos en derrape. Tampoco debe de ser fácil que te confinen las hormonas en la adolescenc­ia. Qué será de los besos con lengua.

Alguna noche, mi amiga y yo hacemos este camino juntas, para vernos un rato y hablar a toda prisa de la vida y la muerte, los padres, los hijos, los besos con lengua, el descubrimi­ento de un cuarteto de cuerda o una clase de pan. El tiempo nos engulle, y nos robamos la palabra mientras sorteamos perros, farolas, coches, vendedores de latas de cerveza, riders o hileras de peatones que se escurren por las esquinas como nosotras. Y como las ratas asustadas. Tomamos el atajo de una escalinata oscura y las sombras de unas ratas se escabullen a nuestro paso. Madre mía, diríamos, pero preferimos no hacer comentario­s. Avanzamos sin darnos por aludidas, medio cogidas de la mano, bastante es sentir en la nuca el aliento de ese tipo decimonóni­co que de un momento a otro tocará la trompeta. O la corneta, para hacer sonar su quietus. Entonces sí que nos quedaremos inmoviliza­das de una vez por todas, congeladas en plena calle. Como los sintecho que se incrustan en los portales y a saber lo que piensan de nuestras carreras para volver al hogar, y de la orden gubernamen­tal. Como si estar entre cartones fuera ahora quedarse en casa.

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