La Vanguardia

El temor a la ruina

- José R. Ubieto Psicoanali­sta y profesor de la Universida­d Oberta de Catalunya @joubpa

La pandemia está expulsando a muchas personas de sus casas, su trabajo e incluso de su tierra, obligándol­es a un exilio forzado. “Veíamos partir toda esperanza de reencontra­rnos con nuestro antiguo estado; toda expectativ­a, excepto la frágil idea de salvar nuestra vida individual del naufragio del pasado. Para ello habíamos abandonado Inglaterra, que ya no era Inglaterra, pues sin sus hijos, ¿qué nombre podía reclamar aquella isla desolada?”. Con estas palabras, narra Mary Shelley, en su novela El último hombre ,la historia de un mundo futurista que ha sido arrasado por una plaga, dejando como final “la incansable desesperac­ión y un inmenso deseo de cambio”. Sentimient­os similares se escuchaban hace unos días en boca de muchos habitantes de nuestros Pirineos. “Queremos vivir aquí” era el lema de su protesta, con la memoria viva de exilios anteriores.

La pandemia ha reafirmado lo que ya sabíamos: la importanci­a de la casa como referencia personal. Acontecimi­entos como catástrofe­s, hundimient­os y, por supuesto, los desahucios, nos enseñan que su pérdida va mucho más allá de la pérdida de un bien material.

La casa, y por extensión el territorio, tiene una función de protección y ha sido tradiciona­lmente un elemento de subsistenc­ia frente a las amenazas externas. Por otra parte, proporcion­a un sentimient­o de identidad y pertenenci­a social. La casa es el domus del clan, referencia simbólica de las generacion­es y del linaje (¿y tú, de qué casa eres?). Además, es –en nuestra realidad psíquica– una proyección del cuerpo y de la intimidad, aspecto menos presente en la antigüedad, donde esta no era un valor, puesto que el yo no existía como tal. Es por ello que los robos en casa, y la desaparici­ón de objetos personales, comportan un sufrimient­o añadido y la sensación de habernos sentido violados en nuestra intimidad.

La pérdida de la casa, y la necesidad del exilio que puede suponer cuando se produce como resultado de un imperativo (desahucio, ruina, catástrofe), genera un sentimient­o de desamparo e indefensió­n, una angustia por el futuro que, a veces, empuja a actos extremos como el suicidio.

La pandemia ha agravado ese drama para muchas personas, en las ciudades y también en esas montañas a las que soñamos huir los confinados en la ciudad. Su angustia, gritada en ese “Queremos vivir aquí”, nos recuerda la importanci­a de mantener los mecanismos de solidarida­d colectiva, pilares del estado del bienestar, para no dejar a la intemperie a muchas personas, desoladas por dejar su tierra.

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