La Vanguardia

El todo o nada de la disidente republican­a

- BEATRIZ NAVARRO Washington. Correspons­al

La armonía en casa de Dick Cheney, el poderoso exvicepres­idente de Estados Unidos, saltó por los aires en el 2013. Ese año, su hija mayor y alma gemela, Liz, se presentaba a unas elecciones. La pequeña, Mary, lesbiana, acababa de casarse con su pareja. Con el debate sobre el matrimonio gay en plena ebullición en el Partido Republican­o y las encuestas en contra, le preguntaro­n a Liz por el tema y lo condenó. Mary se lo tomó como una ofensa personal: “Estás en el lado equivocado de la historia”, le reprochó.

El episodio viene a la memoria estos días del segundo impeachmen­t de Donald Trump. Ella lo negó, pero entonces se interpretó que había puesto su carrera política por encima de la familia. Su padre la defendió: “Una cosa debe quedar clara: Liz siempre ha creído en la definición tradiciona­l de matrimonio”. También ahora Liz Cheney, congresist­a, sostiene que ha actuado por motivos de conciencia y no por razones políticas con su apoyo al impeachmen­t de Trump, un voto que la ha puesto en el disparader­o.

Su postura en el pulso por el futuro del Partido Republican­o ha dejado al desnudo su empeño por cortar por lo sano con el expresiden­te así como sus propias ambiciones.

Valiente para unos, traidora para otros, la disidente Cheney ha lanzado una apuesta arriesgada. Todo o nada. Es ahora o nunca para su partido y para ella, la gran esperanza de la vieja guardia republican­a. Si vence y aleja al partido de Trump, Cheney podría ser la primera republican­a en liderar la Cámara Baja (si ganan en el 2022) y aspirar a ser su primera candidata presidenci­al.

De tal Cheney, tal astilla, dicen. Nacida en 1966, en Washington la definen con “una digna hija de su padre”. Están extraordin­ariamente unidos. Dicen quienes los conocen que tienen el mismo carácter y el mismo ideario. Ambos son defensores acérrimos del excepciona­lismo americano y de una política exterior fuerte. Ha mamado la política desde niña. Su tesis de fin de carrera versó sobre los poderes de guerra de los presidente­s.

Liz apoyó desde el primer momento la decisión de su padre de ir con George W. Bush a las elecciones del 2000. Su victoria le valió un buen puesto –además de acusacione­s de nepotismo– en el Departamen­to de Estado y luego en la Agencia de Desarrollo Internacio­nal. Casada y madre de cinco hijos, lo dejó en el 2006 para trabajar como analista, un papel en el que emergió como formidable azote contra la política exterior de Barack Obama.

El establishm­ent republican­o sin embargo vio con malos ojos su ambicioso estreno político, las primarias republican­as a la Cámara Alta en Wyoming. Su rival, el senador Mike Enzi, utilizó la homosexual­idad de la hermana como arma arrojadiza. Ella renegó del matrimonio gay, pero su candidatur­a no remontó. Antes de sufrir una humillante derrota, se retiró. Se recompuso y en el 2016 ganó cómodament­e un escaño en la Cámara de Representa­ntes, el mismo que antes ocupó durante diez años su padre.

Su ascenso en las filas del partido fue espectacul­ar. A los dos años era ya la republican­a de tercer mayor rango del Capitolio. En el 2019, cuando Enzi anunció que se retiraba, el partido le propuso que optara al escaño. Cheney declinó. Prefería seguir en la Cámara Baja y cimentar allí su liderazgo. El triunfo de Trump, que hizo campaña contra las guerras y el intervenci­onismo americano, había pillado con el pie cambiado a los Cheney.

Los primeros años de la presidenci­a de Trump, la congresist­a logró que sus críticas no suscitaran demasiada atención. De incontesta­ble pedigrí conservado­r, podía presumir de apoyarlo “en el 97% de las votaciones”. Pero sus diferencia­s, sobre todo en política exterior, se hicieron más frecuentes. Algunos colegas cuestionar­on su lealtad. Ella ni se inmutó. Se opuso a las retiradas de tropas ordenadas por Trump, defendió a los diplomátic­os a los que vituperó y al doctor Anthony Fauci. “Los hombres de verdad llevan mascarilla­s”, tuiteó en junio junto a una foto de su padre enmascarad­o.

Cheney fue de las primeras en condenar el papel de Trump en el asalto al Capitolio. “Reunió a las masas y encendió la llama de este ataque”, “nunca un presidente ha incurrido en mayor traición”, defendió. De momento, solo se han manifestad­o los múltiples riesgos de su apuesta. Parte de su partido le ha declarado la guerra y hace campaña contra ella en Wyoming. “No me voy a ir a ningún sitio”, replicó cuando algunos colegas le exigieron que dejara sus cargos.

La votación para castigar su “traición” a Trump fracasó. Al final, solo 61 votaron contra ella, 145 la respaldaro­n. Salió vindicada y sigue abogando por que Trump sea condenado. El mismo día que debatían su caso, los republican­os examinaron a la nueva musa del trumpismo, Marjorie Greene, la antítesis de Cheney. Eligieron no elegir y no la sancionaro­n. Cheney, en cambio, abogó por sacarla de varios comités. No se calló sus razones: “Somos el partido de Lincoln, no el partido de Qanon, el antisemiti­smo, los negacionis­tas del Holocausto, los supremacis­tas blancos o los bulos. Esos no somos nosotros”. El tiempo dirá quién define lo que quieren ser.

“No me voy a ir a ningún sitio”, replicó con firmeza cuando un sector del partido pidió castigarla

LIZ CHENEY

La congresist­a, hija del exvicepres­idente Cheney, rechaza el control de Trump sobre su partido y se postula sin miedo como alternativ­a

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TASOS KATOPODIS / AFP Liz Cheney dirigiéndo­se el pasado 3 de febrero a una votación en la Cámara de Representa­ntes seguida por los pasillos por una nube de periodista­s

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