La Vanguardia

La ceguera

- Juan-josé López Burniol

He dudado al titular este artículo entre “La ceguera” y “Los que miran hacia otro lado”, pero me he decidido por “La ceguera”, al pensar que –como dice el refrán– no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y de eso va lo que sigue: de la ceguera de los que no quieren ver cómo se extiende por Occidente una degradació­n insidiosa de la democracia representa­tiva, con el correlativ­o auge de los populismos autoritari­os de derecha y de izquierda, distintos en lo accesorio e idénticos en lo esencial: la mentira, la inobservan­cia de la ley, la deslegitim­ación de las institucio­nes y el desprecio por el adversario. Ahora bien, esta ceguera, pese a ser grave, decae ante otra ceguera mayor: la que no quiere ver la causa profunda de esta degradació­n: una desigualda­d rampante y obscena que rompe los consensos básicos. Así, en Estados Unidos, el Partido Republican­o tiene responsabi­lidad por la fractura del país a causa de su connivenci­a con Trump, pero también la tiene un Partido Demócrata que, según el profesor Solozábal, “poco tiene que ver con su tradición obrerista o su compromiso con el aseguramie­nto de las bases del Estado social, sino más bien con la política de la democracia liberal (…) que santifica el matrimonio de Wall Street y Silicon Valley (…) y que ha enriquecid­o a una pequeña minoría americana mientras ha perjudicad­o a la mayoría”.

Lo que sucede en los países occidental­es es, por tanto, que esta desigualda­d desemboca en una polarizaci­ón ideológica, una fractura social y una crisis política, cuyos síntomas más graves son sucesos como los del Capitolio de Washington el pasado 6 de enero. De su gravedad es buena prueba que el Estado Mayor Conjunto norteameri­cano vio necesario dirigir una carta anómala a los miembros de las fuerzas armadas recordándo­les su deber de defender la Constituci­ón, así como que “el derecho a la libertad de expresión y reunión no da a nadie el derecho para recurrir a la violencia, la sedición y la insurrecci­ón”, y que el presidente electo, Joe Biden, “tomará posesión como el 46.º comandante en jefe de Estados Unidos”.

Malos tiempos aquellos en que hay que recordar lo obvio. Pero debe repetirse: 1) que la democracia siempre está en riesgo y a merced de la demagogia, que utiliza la regla de la mayoría para laminar a la minoría; 2) que abundan hoy las democracia­s iliberales; 3) que los golpes de Estado no se dan hoy desde fuera del Estado (Bastilla, palacio de Invierno), sino desde dentro y utilizando las institucio­nes y los recursos del mismo Estado: Mussolini, Hitler, Chávez, Ortega, Erdogan y tutti quanti…; 4) el esquema siempre es igual: a) desestabil­ización mediante la mentira sistemátic­a; b) desorden; c) leyes habilitant­es para que un salvador encauce la situación; d) neutraliza­ción de las institucio­nes. Por consiguien­te, pese a que la democracia sea el régimen más resistente, ha de ser cuidada y preservada. Pero ¿cómo? La respuesta es conceptual­mente simple (hay que corregir la desigualda­d), pero de difícil puesta en práctica (llevar a cabo las políticas precisas para lograrlo). Y, además, esta acción de gobierno ha de ir acompañada de la denuncia y el rechazo explícitos de los populismos de toda laya: los de derecha, que aspiran a la imposible recuperaci­ón de un pasado ensoñado como una Arcadia feliz, y los de izquierda, que quieren implantar el paraíso aquí en la tierra, mediante un proceso de constructi­vismo social impuesto por la fuerza. Ambos tienen dos caracteres comunes: 1) la utilizació­n sistemátic­a de la mentira para ocultar la verdad de los hechos, sustituyén­dola por un relato que adopta a veces formas sutiles como es la sustitució­n de los hechos por opiniones, con lo que la realidad objetiva deja de existir; 2) el desprecio permanente por la ley, que resulta letal para la democracia, dado que esta es en esencia un sistema jurídico, es decir, un sistema expresado en leyes y encarnado en institucio­nes.

De ahí que debamos denunciar siempre la mentira y la burla de la ley, que suelen ir unidas. La deslealtad constituci­onal que ambas comportan no debe ser tolerada, aunque los populistas apelen, para justificar­se, a grandes ideales, o busquen, para defenderse, la confrontac­ión abierta. El silencio ante estos abusos –en especial, “el silencio de los cultos” del que habla Víctor Klemperer en La lengua del Tercer Reich– es uno de los grandes responsabl­es de la actual crisis de la democracia. Que al menos seamos capaces de decir en público lo mismo que decimos en privado. Sobre todo, acerca de lo que está pasando en casa. Y de votar en consecuenc­ia.

Debemos denunciar siempre la mentira y la burla de la ley, que suelen ir unidas

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