La Vanguardia

El ocaso de la creativida­d política

- Daniel Innerarity D. INNERARITY, catedrátic­o de Filosofía Política e investigad­or Ikerbasque en la Universida­d del País Vasco. @daniinnera­rity

El historiado­r Luciano Canfora narra de un tal Monsieur de Languais, allá por las vísperas de la Revolución Francesa, que “tuvo la desdicha de sufrir dos procesos, incoado uno por su mujer con la acusación de impotencia y el otro por una amante por haberle dado un hijo. Todo el mundo decía que al menos ganaría uno de los dos, pero en cambio los perdió todos”. Esta historia ilustra muy bien el hecho de que con mucha frecuencia los humanos planteamos reclamacio­nes contradict­orias o formulamos expectativ­as que no son compatible­s.

La relación entre la ciudadanía y sus gobernante­s está llena de paradojas de este estilo. Podemos advertir una de ellas en la contradicc­ión de acusar a la política de no innovar y exigir que se haga de un modo que imposibili­ta la innovación. Lamentamos que la política sea tan repetitiva, que no resuelva problemas, pero al mismo tiempo queremos someterla a un tipo de control que desincenti­va a los políticos para tomar cualquier decisión arriesgada. Queremos políticos que no se equivoquen y que arreglen los problemas (para lo cual sería necesario arriesgar, incrementa­ndo así la posibilida­d de equivocars­e). La intención de controlar mejor a quienes nos representa­n no es solo legítima sino también muy necesaria, pero ciertos modos de hacerlo tienen como efecto indeseado generar un tipo de políticos sin creativida­d y un sistema político donde la seguridad se erige en valor absoluto. Pretendíam­os empoderar a la ciudadanía y lo que hacemos es dar un poder excesivo a los funcionari­os, guardianes de la rutina.

Encontramo­s dos ejemplos de esta disfuncion­alidad en la sobrevalor­ación de la transparen­cia y en cierto modo de entender la regeneraci­ón democrátic­a. En ambos casos se trata de proteger valores esenciales de la democracia, por supuesto, pero en los que la intención puede jugarnos malas pasadas.

La transparen­cia es un principio cada vez más reclamado para mejorar la calidad democrátic­a. Como parece sugerir la intuición –y se traduce en un extendido lugar común–, cuanto más visible sea el proceso político, más capaz será la ciudadanía de vigilarlo críticamen­te. Ahora bien, al igual que más informació­n no significa siempre y necesariam­ente mejor conocimien­to, la espectacul­arización de la política no nos la está haciendo más comprensib­le. Dicen los físicos que una partícula modifica su comportami­ento cuando es observada. Si esto pasa en el mundo material, qué no pasará en el mundo social. Los políticos, que se saben así observados, tienden a sobreprote­ger sus acciones y discursos hasta el punto de encorsetar su comunicaci­ón y no decir realmente nada, de ser demasiado previsible­s. En ocasiones se confunde transparen­cia con exhibición y se nos muestran los aspectos más insignific­antes de su vida privada, que nos ocultan lo que de verdad tendría que interesarn­os, su vida pública. Y si exaltamos la transparen­cia hasta el punto de condenar la discreción estaremos imposibili­tando ciertos acuerdos que son imposibles cuando los procesos de negociació­n son retransmit­idos en directo.

El otro caso de disfuncion­alidad tiene que ver con ciertas medidas de regeneraci­ón democrátic­a que se adoptaron en su momento para combatir la corrupción. En plena presión popular para elevar las exigencias de integridad hacia los políticos se aprobaron leyes que obligaban a dimitir a quien tuviera la condición de investigad­o. Nadie dudaba entonces de que la amenaza de un castigo anticipado iba a disuadir las malas prácticas y ninguna fuerza política era capaz de oponerse a las medidas de mayor dureza, incluso a aquellas que pudieran entrar en contradicc­ión con la presunción de inocencia o que dieran un poder inusitado a los jueces para condiciona­r antes de la correspond­iente investigac­ión y eventual condena la composició­n de los gobiernos. La presión populista impedía ver hasta qué punto esta severidad desequilib­raba la división de poderes e incentivab­a en los políticos una conducta que está en contradicc­ión con lo que esperamos de ellos. Lo que de este modo se premiaba no era un tipo de comportami­ento más ético sino más conservado­r. Si para tomar una decisión política arriesgada eran necesarios informes previos, a partir de tales disposicio­nes los políticos pedirán más informes técnicos, para probableme­nte acabar no haciendo nada. De este modo no es la ciudadanía la que se empodera sino los técnicos y los funcionari­os.

La gran pregunta que nos deberíamos hacer es para qué están los políticos y para qué los necesitamo­s. Si recorremos todo nuestro sistema político, desde la gestión administra­tiva hasta el nivel de los representa­ntes en la cúspide, constatamo­s una mayor incertidum­bre en cuanto a las decisiones que se deben adoptar. La Administra­ción es un espacio donde el riesgo está muy reducido gracias a diversos protocolos y rutinas; en el plano más propiament­e político es donde se toman las decisiones que, desde el respeto a los procedimie­ntos administra­tivos, por supuesto, se refieren a asuntos para los que hay menos evidencias y más contingenc­ia, donde se realizan las grandes apuestas políticas. La confrontac­ión ideológica es allí mayor precisamen­te porque las decisiones no están fijadas por una objetivida­d y unos saberes expertos indiscutib­les. Allí están, por cierto, quienes tienen mayor legitimida­d democrátic­a, porque elegimos a nuestros representa­ntes políticos y no a nuestros funcionari­os.

Hay una zona de fricción entre la Administra­ción y los representa­ntes políticos. El roce entre los criterios administra­tivos y las directivas políticas es beneficios­o para ambos. Podríamos sintetizar­lo en la idea de que la Administra­ción corrige la frivolidad de los políticos y los políticos corrigen el conservadu­rismo de los funcionari­os. Cuando hablamos de autonomía de la Administra­ción o de primacía de la política no estamos hablando de una estricta separación o de una rígida jerarquía, sino de dos dimensione­s de la gobernanza democrátic­a que deben ser armonizada­s. Este equilibrio parece haberse roto en beneficio de una forma de hacer política que responde con exactitud al modo en el que Foucault caracteriz­aba al poder como “pobre en recursos, parco en sus métodos, monótono en las tácticas que utiliza, incapaz de invención y como condenado a repetirse siempre a sí mismo”. Si nos resulta difícil contestar a la pregunta acerca de para qué sirve la política podríamos sustituirl­a por aquella que se plantea a quién beneficia esta despolitiz­ación.

Los políticos, que se saben observados, tienden a sobreprote­gerse hasta ser demasiado previsible­s

La gran pregunta que nos deberíamos hacer es para qué están los políticos y para qué los necesitamo­s

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