La Vanguardia

El arte de la decadencia

- UNA MIRADA ANGLESA LLUÍS FOIX Columna

No es fácil ser decadente, una de las constantes de las decadencia­s es su gradual lentitud

A los ingleses les gusta que se exageren los rasgos de su carácter y su manera de ser. No se toman en serio

En Una mirada anglesa, Lluís Foix, con un entusiasmo que se contagia y una nostalgia saludable, deja constancia de su admiración por los ingleses, recreando las vivencias de cuando fue correspons­al en Londres para La Vanguardia, durante más de siete años, y de los viajes por todo el mundo desde la capital de un imperio en decadencia que todavía marca por todas partes una manera de hacer y pensar muy singulares. Por sus páginas desfilan William Shakespear­e y George Bernard Shaw, Winston Churchill y Margaret Thatcher, la insularida­d, los cementerio­s, los paisajes, el Brexit, los lores y los hooligans, la monarquía y la Cámara de los Comunes, Oscar Wilde, George Orwell y Sherlock Holmes. También el papel de la prensa inglesa.

Ya hace tiempo que los ingleses se han instalado en una decadencia plácida y agradable, larga, inapreciab­le. Lo saben desde que han sido los vencidos de las guerras que ganaron. La alianza cultural y política con Estados Unidos les ha permitido resistir el desgaste de una hegemonía que ya era ficticia. Inglaterra hizo frente a Hitler desde la soledad de una isla golpeada por la crisis económica de los años treinta del siglo pasado.

Churchill confió desesperad­amente durante más de dos años en que el presidente Roosevelt se uniera a la guerra contra el nazismo. Hasta el 7 de diciembre de 1941 los japoneses no aportaron el pretexto atacando Pearl Harbor, algo que fue calificado de infamia por la Casa Blanca.

El esfuerzo de los británicos por parar los pies en Alemania fue la clave de la victoria de los aliados. El general De Gaulle, que no era nada anglófilo, reconoció que sin la valentía y el coraje de Inglaterra la libertad de Europa se habría hecho pedazos. Las relaciones entre De Gaulle y Churchill serían tempestuos­as y al mismo tiempo expresamen­te colaboraci­onistas. Se admiraban y se tenían recelo. Churchill quería ganar la guerra a Hitler, aliándose con el diablo si hacía falta, y

De Gaulle también quería derrotar el nazismo pero le importaba mucho salvar el honor de Francia ensuciado por la entrega del régimen de Vichy, presidido por el mariscal Pétain, a las órdenes de Berlín. La France Libre gaullista era el símbolo y el alma de la resistenci­a.

Al acabar el conflicto los británicos iniciaron una política social que puso las bases teóricas y prácticas del Estado del bienestar. Los laboristas, incomprens­iblemente, ganaron las elecciones y dejaron en la oposición a los conservado­res liderados por Churchill. El país vivía las consecuenc­ias de dos guerras sangrantes que habían matado a centenares de miles de jóvenes en las trincheras continenta­les. No podía responder a la amenaza que el estalinism­o planteaba en la Europa occidental. Ni siquiera se veía con ánimos de defender Grecia y Turquía de las presiones económicas y militares de la Unió Soviética.

El liderazgo occidental había atravesado el Atlántico y se había instalado en Washington. La defensa de los valores democrátic­os dependía del poder militar y económico de Estados Unidos. Los dos grandes países, separados por un idioma común, empezaron una larga etapa de dependenci­a de la vieja metrópoli con el amigo norteameri­cano. Los ganadores del siglo XX fueron los Estados Unidos.

Inglaterra iniciaba suavemente la decadencia. Al fin y al cabo no está tan mal disfrutar del declive de una gran nación. Los tiempos más creativos y humanament­e más ricos de Atenas y de Roma fueron precisamen­te los del largo recurrido de su decadencia. El periodo más espléndido de los Borbones en Francia precedió la Revolución de 1789, que guillotinó a Lluís XVI y a la reina Maria Antonieta. La apoteósica ebullición de la literatura rusa coincidió con la corrupción y el mal gobierno de los últimos zares. El Siglo de Oro español, tanto en el campo de la pintura como en el de la literatura, se produjo mientras los últimos Austrias perdían el control de un imperio tan lejano como ingobernab­le.

No es fácil ser decadente. Una de las constantes de las decadencia­s más interesant­es es su gradual lentitud, el hecho de vivir como si no pasara nada. Los ingleses se plantearon la pérdida de la hegemonía con deportivid­ad. Seamos honrados, decían sin acabar de decirlo, hemos sido el primer país del mundo durante siglos, lo hemos hecho muy bien y ya es hora de que otros tomen el relevo. Tenemos que saborear el declive como si todavía fuéramos los mejores en todo.

Una vez empezado el bajón han procurado que no se notara. Y, cosa aún más destacable, uno se ha creído que la decadencia era precisamen­te uno de los grandes activos de una manera particular de ver el mundo. Uno de los prodigios de saber ser decadente es enaltecer las ventajas de la decadencia.

He comprobado muchas veces que hay más anglófilos en el extranjero que en la misma Inglaterra. El inglés corriente es patriota y apasionado, pero aquellos que saben cómo van los ciclos de la historia se han dado cuenta de que los tiempos han cambiado. Han leído y han asimilado la gran obra de Arnold J. Toynbee sobre la evolución de los pueblos y de las civilizaci­ones.

La primera exhibición de la tranquila decadencia es la célebre expresión “You’e never had it so good”, pronunciad­a por el primer ministro Harold Macmillan en un mitin conservado­r, pocos meses después de ser elegido. Nunca habíais estado tan bien. Id por todo el país, visitad las ciudades industrial­es y las explotacio­nes agrícolas, y veréis la prosperida­d por todas partes”. “Puedo decir”, decía Macmillan, “que no lo había visto nunca en mi vida, de hecho no se conocía una situación parecida en la historia del país”.

La economía, ciertament­e, había despuntado, y se traducía en una corriente de entusiasmo colectivo en los años sesenta que se concretó en el Swinging London, un movimiento que convirtió Londres e Inglaterra en un destino de moda, con un énfasis especial en todo aquello que era nuevo y moderno. Fue un periodo de optimismo y hedonismo, una cierta revolución cultural, que tenía el epicentro en el Carnaby Street de Londres. Las faldas cortas, el rock, el orden desordenad­o de una ciudad que exhibía a los paseando de dos en dos por los barrios tranquilos de Londres, o la imagen de un policía cubriendo las partes más íntimas de un ciudadano que saltó desnudo a un campo de fútbol. Todo era una metáfora de la espléndida decadencia.

No es fácil decaer. Se necesita un esfuerzo colectivo y es una tarea de todos, de los políticos, de los ricos, de los pobres, de los jóvenes y de los viejos, de los intelectua­les y de los ignorantes, de los patrones y de los obreros. Los ingleses saben cómo es de difícil convencer a los otros de que ya no son lo que eran. La marca británica es demasiado poderosa para que no perdure más allá del deterioro que ha sufrido. El imaginario global de la excelencia inglesa se mantiene porque los símbolos cívicos e institucio­nales se han mantenido.

Se tiene que decir, sin embargo, que una vez han comprobado que están bajando de la cima, lo han hecho con el estilo y la determinac­ión con que dominaron medio mundo, se enfrentaro­n a Hitler o se han dedicado estúpidame­nte a pelearse entre ellos para huir de Europa.

“Prefiero una decadencia constructi­va a un progreso frívolo", decía un periodista de los años ochenta en una columna de la prensa amarilla londinense. Lo que mantiene este espíritu no es el entusiasmo de la Premier League o el indescifra­ble juego del cricket. Es más bien la riqueza y la implantaci­ón de una lengua universal, la cultura, las universida­des y, sobre todo, los 132 premios Nobel de Física, Química y Economía que han estado galardonad­os hasta hoy. Entre las diez mejores universida­des del mundo hay cinco inglesas, y en los museos de todo tipo se amontonan las glorias de un pasado que se proyecta positivame­nte en su declive. No olvidemos que su ingenio inventó la máquina de vapor, las alcantaril­las y el metro de Londres. No es poca cosa.

Mientras que el país entra en un feliz horizonte crepuscula­r, hay actitudes que no han cambiado nada. Son los rasgos invariable­s del carácter nacional. Se tiene que hablar del tiempo con un interés ferviente, casi con pasión.

Nunca nadie se saltará una cola ni le pasará por la cabeza pedir nada en una tienda si el dependient­e no le ha dirigido previament­e la palabra. No son manías. Son actitudes que todavía cotizan, y mucho, en la vieja Inglaterra.

A los ingleses les gusta que se exageren los rasgos de su carácter y su manera de ser. No se toman en serio a ellos mismos. Aunque el supremacis­mo del Brexit ha hecho creer a muchos ingleses que son todavía la referencia mundial, el inglés típico, no contaminad­o por el populismo creciente desde el 2016, no se cree la opinión que los de fuera tienen de

ellos. Si alguien empieza diciendo que son un gran país, la más antigua democracia parlamenta­ria, ejemplo de convivenci­a, de maneras exquisitas, muchos se hartarán de reír. Y los que no rían se sentirán ofendidos porque nadie tiene bastante autoridad para repartir medallas sobre sus cualidades o sus defectos. Se sienten más cómodos cuando se les dice que fueron un gran imperio y que ganaron muchas guerras. ‘Ah!, y que el año 1966 se proclamaro­n campeones del mundo de fútbol con aquel Bobby Charlton, que es un icono nacional. Los inventores de la mayoría de los deportes no han conquistad­o el mayor número de trofeos en el ámbito internacio­nal, salvo quizá del cricket.

Pero siempre muestran un escepticis­mo desinhibid­o sin ostentar ninguna señal de ostentació­n. Lo más habitual es que si tienen un complejo de superiorid­ad de cualquier tipo, tiene que ser sutil, de una pulgada como mucho, inapreciab­le, aunque sea real. Un poco y basta.

Y para adular a estos británicos que han hecho de la decadencia, ficticia o real, un ademán, una manera de moverse, lo mejor es decirles que son indolentes, vagos y tarambanas. El escritor irlandés Bernard Shaw conquistó la fama y la fortuna escribiend­o y proclamand­o que los ingleses eran unos estúpidos.

Son ganadores por naturaleza, pero también aceptan las derrotas como si fueran victorias. No hay que olvidar que el explorador y capitán Robert F. Scott es tan legendario como Edmund Hillary, el alpinista y explorador neozelandé­s que coronó el Everest por primera vez en el año 1953 en nombre del Imperio Británico. La gesta fue anunciada el día de la coronación de la reina Isabel II. Scott se encontró involucrad­o en una carrera sobre los hielos de la Antártida con el noruego Roald Amundsen, que fue el primero de plantar la bandera de su país en el polo Sur.

Amundsen llegó el 14 de diciembre de 1911, y el capitán Scott apareció el 17 de enero de 1912. Por pocos días, con la desgracia de que toda la expedición murió en el camino de retorno a la base donde habían dejado el barco. Ni gloria ni vida. Con todo, la hazaña del capitán Scott es debidament­e reconocida en una de tantas estatuas de bronce que se encuentran cerca de Trafalgar Square. Era un oficial de la Marina Real que había competido con deportivid­ad y coraje, a pesar de haber llegar en segundo lugar.

El declive de los imperios y de las civilizaci­ones va poco a poco. No se tiene prisa, porque los momentos de la pérdida de poder o de fuerza se aprovechan para vivir plácidamen­te. Son los tiempos de gran creativida­d artística y cultural que producen fenómenos como los Beatles, los grandes actores de teatro y de cine, la literatura sobre las entrañas de su tendencia a producir grandes espías, buenos diplomátic­os y excelentes académicos. Un país que puede eternizars­e en su decadencia porque se encuentra a gusto yendo cuesta abajo lentamente, sin empuje, pero sabiendo que las frivolidad­es de las élites conservado­ras pueden llevarlo al precipicio.

 ?? LV ?? El autor, Lluís Foix, a mediados de la década de los sesenta, frente al londinense palacio de Buckningha­m
LV El autor, Lluís Foix, a mediados de la década de los sesenta, frente al londinense palacio de Buckningha­m
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain