La Vanguardia

La plena democracia española

- John Carlin

Estuve pegado al televisor esta semana viendo el juicio en el Senado a Donald Trump, atento a cada imagen y cada palabra aun sabiendo que el resultado estaba cantado, tan cantado como el juicio aquí en España en el 2019 a nueve líderes independen­tistas catalanes. Sabíamos que iban a absolver a Trump como sabíamos que iban a condenar a los independen­tistas. Frustrante –causa de mucha envidia– para los que vemos al Donald y a todo lo que representa como un virus maligno para la humanidad.

Si allá en Washington tuvieran jueces como Dios manda, jueces a la española, el expresiden­te ya estaría en prisión preventiva, no jugando al golf en Miami; si lo juzgaran en Madrid se moriría en la cárcel, cojones.

A los catalanist­as les condenaron a entre nueve y trece años de cárcel cuando en Estados Unidos apenas les hubieran dado un par de azotes. Allá la ley hubiera entendido que jugaban a la independen­cia; que el llamado “referéndum” solo se podía interpreta­r como una especie de teatro callejero; que su “declaració­n unilateral de independen­cia” fue un gesto que no hubiera tenido más validez que si se lo hubieran inventado un grupo de niños de 14 años durante un debate colegial.

Claro, los jueces que decidieron que estas payasadas merecían la cárcel son gente seria, literal, de limitada imaginació­n, como correspond­e en lo que el actual Gobierno insiste en llamar “la democracia plena” española. Nadie rompió ni un vidrio pero no les vieron ninguna gracia a los nenes.

Trump también es un nene. Pero siempre ha estado más desatado y es más irresponsa­ble que los sacerdotes del independen­tismo porque sus fieles son más animales, poseen menos seny, que los de Junqueras o Puigdemont. Incitó a sus seguidores a la insurrecci­ón, igual que los líderes catalanist­as, pero las consecuenc­ias fueron una pizca más serias: la invasión del Capitolio, la muerte de siete personas (tres de ellas policías, dos por suicidio), 140 heridos, caca en los pasillos del Congreso y la seria posibilida­d de que, si los invasores hubieran logrado su objetivo de encontrar a los dos políticos que Trump señaló como los principale­s traidores a la patria, su vicepresid­ente, Mike Pence, y la presidenta de la Cámara de Representa­ntes, Nancy Pelosi, los hubieran liquidado.

En otro contexto –imaginemos un asesinato de la mafia neoyorquin­a– los fiscales estadounid­enses se hubieran esforzado por identifica­r al autor intelectua­l. Hubieran intentado vincular a los matones con el padrino. Si hubieran conseguido grabacione­s de una reunión en la que el padrino dio las órdenes, problema resuelto. En el caso de Trump tuvieron horas de grabacione­s e infinidad de tuits autoinculp­antes no solo del día de la invasión sino de los dos meses anteriores. Él acumuló la leña y él prendió el fuego. Y una vez que el incendio se extendió al interior del Capitolio no hizo nada para apagarlo cuando él era el único con la capacidad de hacerlo. Solo tenía que mandar otro de sus tuits, uno que condenara la violencia y exigiera que sus seguidores evacuaran el Capitolio de inmediato, y se acabó la fiesta. Vidas se hubieran salvado. Pero no. Miró para otro lado y luego felicitó a los vándalos, calificánd­olos de “patriotas” y de “buena gente”. Como Don Corleone dando una palmadita en la mejilla a sus sicarios por un trabajo bien hecho.

Recuerdo que durante el juicio a los líderes catalanes uno de los testimonio­s más contundent­es que se presentaro­n ante el Tribunal Supremo provino de un exdelegado del Gobierno español en Catalunya llamado Enric Millo. Él fue el que aportó la prueba más “estremeced­ora” (su adjetivo) de que los acusados habían incitado las hordas a la violencia durante el día del famoso “referéndum”. Se trataba de un policía que, según el señor Millo, “había caído en la trampa del Fairy”. ¿El policía se murió, se suicidó, lo tuvieron que llevar al hospital? No, pero se dio un golpe y algún daño tenía que haber sufrido. Víctima de los insurrecto­s sí fue. ¿Qué le pasó?

El señor Millo lo explicó. “La trampa del Fairy” consistió en “verter detergente en la entrada de ciertos colegios para que cuando los policías entraran patinaran y cayeran al suelo”. Los jueces no tuvieron dudas. La conexión entre las palabras de los acusados y el delito contra el policía estaba demostrada, otro irrefutabl­e argumento más para mandarles a prisión.

Yo lo que haría ahora si fuera Nancy Pelosi sería averiguar si una de las víctimas del asalto al Capitolio tiene algún antepasado español. Seguro que más de uno de ellos sería capaz de trazar sus orígenes a Galicia o a las islas Canarias. En tal caso, las condicione­s existirían para extraditar a Donald Trump y someterle a la merced de sus señorías del Tribunal Supremo. Claro, es posible que el juez estadounid­ense al que le toque decidir si extraditar a Trump o no sea un blandengue, igual que los varios jueces del norte de Europa que se han negado a conceder las solicitude­s de extradició­n para los líderes catalanes independen­tistas que lograron huir al exterior antes de que la policía los detuviera.

Es probable que Trump se saliera con la suya, como Puigdemont. En tal caso sus abogados, igual que los que le defendiero­n esta semana en el Senado, apelarían al principio de la libertad de expresión. Argumentar­ían que no hay derecho más sagrado en una democracia, que Trump es libre para decir lo que le salga de ya saben donde y es casi seguro que el juez les daría la razón.

La libertad de expresión; ¡bah! Bonita la idea, pero aquí en España tenemos los límites mejor marcados que en otros lugares de lo que se puede o no decir. Veamos, por elegir un caso entre muchos, el de Pablo Hasél, un cantante cuyo ingreso en prisión por nueve meses es inminente tras ser condenado por “injurias a las institucio­nes del Estado” a través de su cuenta de Twitter. Llamó “mafioso” al rey Juan Carlos, entre otras salvajadas –aunque, comparadas con lo que ha dicho Trump de Barack Obama, Hillary Clinton, Nancy Pelosi y el vicepresid­ente Pence, hay quien las vería como pequeñeces–. El poder de influir en las multitudes es mayor en el presidente de Estados Unidos, se podría argumentar, que el de un cantante al que solo conocían, hasta hace muy poco, en su casa, a quien los jueces hicieron famoso.

Curioso todo esto. Leo esta semana los resultados de una encuesta que indica que muchos españoles se sienten inferiores a los anglosajon­es. Un error, en mi opinión. Deberían sentirse orgullosos. En cuanto a la fría aplicación de la justicia, la piedra angular de la democracia, no tenemos que envidiar a nadie, y menos a los Estados Unidos de América.

¿O me equivoco?

Si EE.UU. tuviera jueces como Dios manda, como en España, Trump ya estaría en prisión preventiva

Si fuera Pelosi, averiguarí­a si alguna víctima del asalto al Capitolio tiene algún antepasado español

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ORIOL MALET
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