La Vanguardia

La abstención deja la independen­cia en el 27% del censo

La tasa récord de abstención revela el agotamient­o de la sociedad catalana ante el falso dilema entre ruptura o inmovilism­o

- CARLES CASTRO

“Para qué vamos a cambiar nada si las cosas ya no pueden ir peor”. Esta frase tan representa­tiva del cinismo político podría explicar la conducta de muchos de los electores que el domingo acudieron a las urnas, pero también de buena parte de los que optaron deliberada­mente por quedarse en su casa. Las comparacio­nes pueden ser odiosas y además absurdas. Por eso, la caída en la participac­ión no puede verse solo a la luz de los resultados excepciona­les de los comicios del 2017.

Ahora bien, la deserción de más de un millón y medio de electores tampoco puede despachars­e como una consecuenc­ia exclusiva de la pandemia y, mucho menos aún, como un cierto retorno a los registros habituales de unas autonómica­s. Sobre todo porque el 53,5% de participac­ión que se produjo el 14-F supone un récord abstencion­ista que solo encuentra parangón en el registrado en una coyuntura diametralm­ente opuesta a la actual: los comicios del 92 (54,9%), celebrados en un momento de optimismo olímpico y razonable cohesión social.

En realidad, ese millón y medio de electores ausentes configuran el anunciado “partido de la abstención”, un espectro que se ha convertido en el mejor reflejo del cansancio que afecta a la sociedad catalana. Catalunya lleva casi una década partida en dos, enfrentada a un falso e insoluble dilema dramático de carácter existencia­l: seguir o no formando parte de España y, en consecuenc­ia, también de Europa.

Por eso, las elecciones del domingo apenas tienen ganadores. El independen­tismo esgrime como un éxito que justificar­ía nuevos intentos de “saltar la pared” el 51,3% de los sufragios que lograron reunir el 14-F las fuerzas formalment­e secesionis­tas (incluidas las más exóticas, con cómputos en torno a 5.000 papeletas). Pero ese sector político no puede ignorar que cedió más de 600.000 sufragios con respecto a su cosecha del 2017. Es decir, 626.086 antiguos votantes independen­tistas decidieron olvidarse de la “legitimida­d del 1 de octubre” y de la persistenc­ia de los “presos y exiliados”. Y eso, en el mejor caso, se llama fatiga.

Pero, además, la supuesta hegemonía independen­tista se reduce prácticame­nte a cenizas si se la sitúa en el contexto de una participac­ión tan baja. ¿Más del 51% de los sufragios? Cuidado con las fantasías. Como recurso de política ficción puede funcionar, pero la realidad se escribe con otras cifras: los votantes independen­tistas suponen ahora el 27% del censo, diez puntos menos que hace tres años. En otras palabras: solo uno de cada cuatro catalanes expresó el domingo un impreciso deseo de continuar la aventura soberanist­a como si nada hubiese pasado. Ese es el “gran salto adelante” que pueden esgrimir los escurridiz­os sherpas de la independen­cia.

El problema de las elecciones del domingo es que tampoco acudieron a la cita muchos de los que en el 2017 se volcaron en las urnas para expresar el rechazo a la ruptura con España. En este caso, casi 900.000 desertores. Una desmoviliz­ación realmente asimétrica que se explica por la distribuci­ón territoria­l de la abstención: en torno al 45% en la Catalunya profunda, pero hasta diez puntos más en la metropolit­ana. Y esa fuga dejó el contingent­e de quienes rechazan o simplement­e no apoyan la independen­cia en torno a 1.400.000 votantes. O sea, algo más del 48% de los sufragios si se excluyen los nulos y que, expresado en cifras reales, supuso un 26% del censo; es decir, más de 15 puntos menos que en diciembre del 2017. Otra muestra de fatiga bien visible.

Claro que, a la vista de esa asimetría, pueden formularse algunas preguntas incómodas: ¿Les afectó más a este sector de los votantes el temor a contagiars­e mientras depositaba­n un sobre con una papeleta en una urna? ¿O bien la “victoria” en votos pero la “derrota” en escaños de hace tres años les ha llevado a abandonar toda esperanza de impulsar la alternanci­a en Catalunya? En fin, quizás hayan llegado a la terrible conclusión de que las institucio­nes del Estado ya se ocuparán de “poner en su sitio” a los dirigentes independen­tistas si, como no dejan de proclamar, “ho tornaran a fer”.

Es verdad que la victoria del socialista Salvador Illa es un resultado meritorio en un contexto tan difícil como el actual. Y los más de 46.000 sufragios que ha añadido el PSC a su resultado del 2017 tienen un gran valor en medio de la formidable caída de la participac­ión. Todo ello sin olvidar que la hegemonía socialista en el bloque opuesto a la independen­cia implica que, a ese lado de la trinchera, domina una formación partidaria del diálogo y el pacto.

Pero más allá del éxito de un partido político que, sin embargo, no contará con el apoyo parlamenta­rio suficiente para aspirar a gobernar Catalunya, el resto del panorama que se extiende ante las fuerzas de proyección estatal no puede ser más desolador. El derrumbe de Ciudadanos alcanza unas dimensione­s tan catastrófi­cas que solo se explican por su incapacida­d para dibujar una alternativ­a al nacionalis­mo que no pasase por el simple rechazo frontal de sus postulados.

Esa intransige­ncia ante un conflicto territoria­l que exige bastante sutileza explica también los desastroso­s resultados de los populares, peores que hace tres años y al borde de la marginalid­ad. Pero ese discurso tan aparenteme­nte productivo en el conjunto de España, y que consiste en describir como una tragedia lo que con frecuencia no va más allá de una farsa, tampoco sirvió a Rivera y Casado para ganar las elecciones generales. Y lo que es peor: la exageració­n de la magnitud del conflicto catalán ha alimentado la creación de un monstruo que amenaza con devorar al PP y a Cs: Vox.

Los ultras son ahora la segunda fuerza de oposición al nacionalis­mo en Catalunya, con casi 220.000 votos que no contribuir­án precisamen­te a apaciguar los ánimos ni a buscar soluciones sofisticad­as.

Claro que en la eclosión de Vox, el papel catalizado­r del aventureri­smo independen­tista ha sido también clave. Y de ahí que, si se hace abstracció­n del resultado global, una visión miope solo percibiría lo mucho que crecen los extremos: en total más de 400.000 electores entre los antisistem­a de la CUP, que duplican representa­ción, y los antisistem­a de la ultraderec­ha españolist­a. Pero aún son solo 400.000 sobre un censo total cercano a los cinco millones y medio de catalanes.

A partir de ahí, si las fuerzas centrales no son capaces de encontrar una solución aceptable al callejón sin salida del proceso soberanist­a, de modo que la desafecció­n –y con ella la abstención– sigan creciendo, las únicas voces que acabarán oyéndose serán las de los dos extremos. Y si unos prometen suprimir la autonomía, los otros parecen dispuestos a responder a pedradas. Ese es el mensaje silencioso de estas elecciones: el vital entendimie­nto entre las principale­s fuerzas. Algunos lo llamarían “la hora de los traidores”.

La fantasía secesionis­ta del 51,3% de los votos se reduce en realidad a un apoyo del 27% del censo electoral

La abstención se ha tragado 600.000 votos independen­tistas pero casi 900.000 de los que no apoyan la separación

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