La Vanguardia

Variacione­s sobre la tecnocraci­a

- Josep Maria Ruiz Simon

La tecnocraci­a es un invento rentable. Particular­mente para los tecnócrata­s y los intereses que representa­n. Pero también para los gobiernos, a quienes simplifica la rendición de cuentas y permite economizar la responsabi­lidad, que siempre ha sido un bien escaso. La base de la fórmula es sencilla. Se coge un problema político y se finge que se despolitiz­a. Y, para crear esta apariencia, basta con remitir a la figura de los expertos. Un caso reciente y cercano habría podido ejemplific­ar de una manera aún más pedagógica que otras tal manera de proceder si hubiera trascendid­o el ámbito de la batalla por el relato para concretars­e en el nombramien­to para un cargo ejecutivo de un experto que también sobresale en el arte de politizar la despolitiz­ación.

Según los dogmas de la tecnocraci­a, los expertos se caracteriz­an por ofrecer soluciones exclusivam­ente basadas en el conocimien­to científico. Y, sin moverse de este cómodo nivel de abstracció­n, las soluciones supuestame­nte prescritas por la ciencia, connotadas positivame­nte, pueden oponerse a las basadas en la ideología, que se connotan negativame­nte. La politizaci­ón de la técnica es, de hecho, la otra cara de la despolitit­zación de los problemas. Esta politizaci­ón permite decidir políticas como si no hubiese alternativ­as razonables. Y una de sus condicione­s de posibilida­d es el olvido de que la técnica, además de no ser neutral porque nunca deja de ser un instrument­o en manos de quien la utiliza, tiene que ver con los medios que permiten lograr fines, pero no sirve para decidir cuáles son, entre los posibles en situacione­s complejas, los objetivos concretos más deseables.

La tecnocraci­a combina bien con el populismo porque se alimentan de prejuicios parecidos

Pero no es la única. La descripció­n vaga de los objetivos en términos que nadie decente negaría también le desbloquea la pantalla de inicio. Otro caso, el de algunas famosas iniciativa­s de innovación pedagógica, ilustra que cuesta poco, si hay recursos y se recurre a campañas de publicidad intensivas, vender como una política educativa asumible por las administra­ciones una terapia técnica dudosa e interesada cuando se presenta como idónea para curar males que, definidos genéricame­nte, todo el mundo detecta.

Un tercer caso, el de Italia, muestra que es fácil sucumbir a la seducción tecnocráti­ca cuando las crisis económicas o pandémicas convierten a políticos y expertos en los protagonis­tas. También evidencia que la tecnocraci­a combina bien con el populismo porque se alimentan de prejuicios parecidos. En cuanto a esto y aunque parezca antipódico, un cuarto caso, el de Trump, que para muchos encarnaba una sabiduría empresaria­l aplicable a la política, puede resultar tan paradigmát­ico como el de Draghi. Sea como sea, no hay que confundir la tecnocraci­a con el gobierno directo de los expertos. El poder de la tecnocraci­a también puede ser el poder indirecto que el aura de la competenci­a científica y la inconsiste­ncia de los políticos otorgan a los técnicos, asesores y altos funcionari­os que dictan las políticas estatales. La vieja serie Sí, ministro aún ofrece una divertida parábola de los caminos de gloria de este tipo de poder.

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