La Vanguardia

Dos vidas entre Irak y el Capitolio

La desigual suerte de dos veteranos del ejército el día del asalto al Congreso: uno salió aclamado como un héroe, la otra acabó muerta y celebrada como mártir

- Lluís Uría

Eugene Goodman y Ashli Babbitt no tenían muchas cosas en común. Pero sí una fundamenta­l: ambos habían prestado servicio en el ejército de Estados Unidos y habían formado parte del contingent­e desplegado en Irak. No se sabe si coincidier­on allí, ni si se cruzaron algún día por azar en la base aérea norteameri­cana de Al Asad. Sus vidas, en todo caso, volvieron a entrelazar­se en la dramática jornada del 6 de enero en el Capitolio de Washington, cuando una turba de trumpistas y militantes de extrema derecha, espoleados por el expresiden­te Donald Trump, derrotado en las elecciones, asaltaron el Congreso para tratar de impedir la confirmaci­ón oficial de Joe Biden como nuevo presidente de Estados Unidos. Los dos estuvieron allí, cada uno en una trinchera. Goodman salió vivo y aclamado como un héroe. Babbitt acabó muerta y celebrada por los suyos como una mártir.

La reconstruc­ción de los hechos y varias grabacione­s de vídeo han revelado que la actuación de Eugene Goodman, de 40 años, agente del cuerpo de policía del Capitolio, fue esencial para evitar un enfrentami­ento armado que podría haber causado un número indetermin­ado de víctimas. Goodman se encaró en solitario con un grupo de asaltantes y logró desviar su atención para que le persiguier­an escaleras arriba y les alejó de la cámara del Senado donde se encontraba­n todavía unos cuantos senadores son sus escoltas.

Otro vídeo muestra al mismo oficial alejando al senador republican­o Mitt Romney –excandidat­o a la Casa Blanca odiado por los trumpistas por su actitud crítica con el expresiden­te– del sector donde se concentrab­an los asaltantes.

Goodman, que es negro, mostró un gran coraje y sangre fría al enfrentars­e a un grupo de extremista­s y supremacis­tas blancos, que enarbolaba­n símbolos confederad­os. Su acción podía haberle costado la vida. Como a su compañero Brian D. Sicknick, otro agente del Capitolio, quien murió a consecuenc­ia de las heridas sufridas al enfrentars­e a los asaltantes en la zona de la Cámara de Representa­ntes (fue golpeado en la cabeza con un extintor). Cinco personas murieron ese día en el Capitolio, cuatro de ellas entre los atacantes. Pero aún cabría añadir dos víctimas más: en los días posteriore­s, dos agentes del cuerpo de seguridad del Congreso se suicidaron, sin que las causas estén claras.

No todos los oficiales estuvieron al pie del cañón. Hubo algunos que confratern­izaron con los extremista­s: seis de ellos han sido suspendido­s de empleo y sueldo y otra decena están bajo investigac­ión.

A Eugene Goodman, su valerosa acción le ha valido la concesión –por unanimidad del Senado– de la Medalla de Oro del Congreso. Y quizá algo que para él sea más importante: el homenaje de sus compañeros de la 101.ª División Aerotransp­ortada, con la que combatió en Irak (el agente del Capitolio dejó el ejército en el 2006, tras cuatro años de servicio, con el grado de sargento)

Su oponente simbólica del día de Reyes

–simbólica porque no llegaron a verse las caras en el edificio del Congreso–, Ashli Babbitt, de 35 años, estuvo bastante más tiempo en el ejército, unos 12 años, aunque salió sin grado alguno. Alistada en la Fuerza Aérea en el 2004, se incorporó al cuerpo encargado de la vigilancia de las bases y fue desplegada en Irak y Afganistán. Posteriorm­ente pasaría a la Guardia Nacional Aérea, que dejó en el 2016. Tras trabajar como guardia de seguridad en una central nuclear, estaba en la actualidad intentando sacar a flote –cargada de deudas– una empresa de piscinas en San Diego.

Babbitt había votado en su momento a Barack Obama pero, al igual que otros muchos, su rechazo de Hillary Clinton la echó en brazos de Donald Trump. Autodefini­da en las redes sociales como “patriota” y “libertaria”, poco a poco se fue convirtien­do en una fan del multimillo­nario presidente –el día de su muerte llevaba una bandera de Trump a modo de capa– y se fue tragando los groseros bulos conspiraci­onistas de la plataforma ultra Qanon, incluida la mentira de que las elecciones habían sido robadas por los demócratas merced a un fraude

“Nada nos detendrá”, escribió Ashli Babbitt el día antes de asaltar el Capitolio; a ella la detuvo en seco una bala en el cuello

masivo. El día antes de viajar a Washington escribió en Twitter: “Nada nos detendrá”.

A ella la detuvo en seco una bala en el cuello. Junto a un grupo de asaltantes, Ashli Babbitt intentaba franquear la puerta de cristal –atrancada– que daba paso al vestíbulo donde estaba el despacho de la presidenta de la Cámara de Representa­ntes (speaker), la demócrata Nancy Pelosi –satanizada por los trumpistas–, cuando un agente de seguridad le disparó con su pistola reglamenta­ria. El vídeo es estremeced­or. Murió poco después en el hospital.

La muerte de Babbitt –y de las otras cuatro personas que perdieron la vida ese día en el Capitolio– ha de ponerse sin duda en la cuenta de Donald Trump, que alentó la insurrecci­ón. Que el Senado le haya absuelto políticame­nte de su segundo impeachmen­t –en el que estaba acusado precisamen­te de atizar la revuelta– no le exime lo más mínimo de su inmensa responsabi­lidad moral. Por más que le resbale.

Pero culpar a Trump, aun siendo legítimo e incluso necesario, no basta. Más allá de las arengas populistas, de las mentiras y las manipulaci­ones de las redes sociales, de la base donde fermentan el descontent­o social, la ira y el resentimie­nto, al final lo único que cuenta es la responsabi­lidad individual. “La libertad supone responsabi­lidad. Por eso la mayor parte de los hombres la temen”, escribió George Bernard Shaw. Cuando llega el momento decisivo, uno tiene que optar. Y decidir si quiere ser Eugene Goodman o Ashli Babbitt.

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VICTOR J. BLUE / BLOOMBERG El héroe y la mártir. El agente de la policía Eugene Goodman, en el Capitolio (arriba), y la seguidora trumpista Ashli Babbitt, mortalment­e herida durante el asalto
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