La Vanguardia

La maldición de las citas previas

- Mariángel Alcázar

No soy mucho de citas previas, me pasa lo que a Rick Blaine (Humphrey Bogart, Casablanca), que pensar en lo que voy a hacer esta noche ya me parece hacer planes a largo plazo. Estos no son tiempos de impulsos, lo sé, pero tanta planificac­ión me deja paralizada; ya solo me cito por necesidad, no por afición. Cómo será la cosa que, ante la inmediata caducidad del pasaporte y, a pesar de que no parece llegar nunca la hora de poder salir a un extranjero añorado, pedí cita en comisaría pensando que me la darían para dentro de unas semanas y qué va, había horas libres para el mismo día. Esas son las citas que me gustan: las de aquí te pillo, aquí te mato.

En el CAP (centro de atención primaria, antiguamen­te llamado ambulatori­o), sin embargo, no te dan cita ni apelando a Hipócrates y en los organismos oficiales, llámense ayuntamien­tos, Generalita­t o Registro Civil, menos aún. Es más, la novedad en estos tiempos, tan duros como absurdos, es que si logras que te den hora y día, cuando te envían el e-mail de confirmaci­ón descubres, además, que no es presencial, sino por teléfono. Al paso que vamos, hasta las citas amorosas se van a contagiar de esa normativa y entonces sí que podrán llamarse cita a ciegas.

Aunque, la verdad, para qué quieres una cita romántica con los horarios de los restaurant­es capados, que empiezas a pensar en la suerte de Cenicienta, que tenía tiempo hasta las 12 de la noche, los bares de copas chapados y el noventa por ciento de los hoteles cerrados. Casi que no queda otro remedio que volver a pelar la pava en los parques o pasear calle arriba, calle abajo, cuando, además, ya no estás para malabarism­os en el interior de un coche y a la luz del día. No sé por qué le llaman toque de queda, si ya no se puede ni tocar y, mucho menos, quedar.

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