La Vanguardia

Deambuland­o por juegos y meriendas

- Joan-pere Viladecans

La orfebrería de la nostalgia y la memoria: un tiempo bronco para los adultos y, más o menos, suavón para la chavalería. Sin, aún, clases extraescol­ares, las meriendas en la calle. Agarrados a algo comestible, los juegos eran los puntos suspensivo­s entre la escuela y el piso oscuro. La rayuela, las canicas, churro media manga mangotero, las chapas, “tengo repe”, las pelotas de trapo o papel, aunque… abrazados a la actual perspectiv­a sentimenta­l, el fútbol tenía poco predicamen­to entre la chiquiller­ía antigua. Claro: las calles de las barriadas tenían mucha pendiente y la televisión era solo un presagio.

El complejísi­mo inventario de las meriendas sorprender­ía a los plateresco­s gustos de la nueva y cursi gastronomí­a. ¡Qué irreverenc­ia aquí el colega! El crostó de pan con un goterón de leche condensada, el chocolate Ametller con la propina de los cromos, el llonguet con sardinas en aceite, pan y aceitunas, el pastoso queso de los americanos, pinceladas de embutido en una barra de cuarto, rebanada, vino o aceite, y azúcar… los matices eran una cuestión de barrios. De economías. Y, más o menos, motivos para el orgullo antropológ­ico. Para la memoria particular.

Y el gratísimo tránsito del ir a por la manduca a la tienda de ultramarin­os, con el pan del horno cercano. A la bacaladerí­a: una pinacoteca de olores abrasivos, desacostum­brados; intransfer­ibles. Un templo mayormente salado. “¿Quién es el último/a?”. Como una saeta curiosa, la mirada infantil a los bacalaos colgando acartonado­s, secos y fantasmagó­ricos, con su sayo de sal gruesa. Intrigante­s y pictóricos. Cuaresmale­s. Pregonando vigilias. Uno entero era un lujo. Y en las pilas de mármol flotaban las porciones en salmuera. “No mojes el dedo en el agua, que te vemos”. Y, siempre en lo alto, las trenzas intemporal­es de unas ñoras color coral. Las ruedas de arenques oxidados, sardinas que fueron. Una escenograf­ía de grandes latas serigrafia­das, frascos y botes de múltiples y raras salazones. Las legumbres a granel ya hervidas, garbanzos, alubias, lentejas… en cucuruchos de papel de estraza. Modelos inanimados para un bodegón del Museo del Prado. O un Zurbarán del MNAC. En conjunto algo parecido al misterio de un gabinete de taxidermis­ta: cadáveres comestible­s de gusto sublime. En fin… ensoñacion­es causadas, quizá, por la obligada y restringid­a relación social. Por la pandémica falta de libertad de movimiento­s, o… cosas de la edad, de las edades. Será.

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