La Vanguardia

La anormalida­d democrátic­a

- Llucia Ramis

España es el país del mundo con más artistas encarcelad­os. En el 2019 fueron detenidos catorce, según un informe de Freemuse, oenegé consultora de las Naciones Unidas dedicada a defender la libertad de expresión artística. En el 2018 ya alertaba de que estamos a la cabeza en número de músicos con sentencias condenator­ias por las letras de sus canciones. El martes, los Mossos d’esquadra detuvieron al rapero Pablo Hasél, condenado, como el rapero Valtònyc, por injurias a la Corona y enaltecimi­ento del terrorismo, en sus tuits y raps.

La imagen de los estudiante­s encerrados con Hasél en la Universita­t de Lleida ha llenado las redes y ha recorrido media Europa. También lo han hecho las imágenes de la concentrac­ión en homenaje a la División Azul, en el cementerio de la Almudena, donde abundaban las banderas con el aguilucho, brazos en alto al grito de “Arriba España” y arengas nazis. La Fiscalía investigar­á los insultos antisemita­s. De momento la apología del franquismo no está contemplad­a como delito, porque la ampara la libertad de expresión.

Un doble ejemplo con el que se entiende mejor tanto la irrupción de la extrema derecha en las institucio­nes políticas como la vergüenza de pertenecer a este país. Incluso es comprensib­le que algunos se avergüence­n de formar parte del Gobierno que lo representa. Lo grave es que quienes podrían y deberían cambiar las cosas se limitan a tuitear o dar entrevista­s cuestionan­do la normalidad democrátic­a y quejándose de sus déficits. Actuar como si estuvieran en la oposición, y no fueran en realidad vicepresid­entes o ministros, en efecto no es muy normal. Entre otras razones, porque el mensaje implícito a su incapacida­d es que votarles no sirve para nada. Es inútil dado que ellos lo son.

Más allá de derogar la ley mordaza, el Gobierno tiene una responsabi­lidad con la ciudadanía y nos toca exigírsela, mediante expresione­s artísticas, de opinión y manifestac­ión lógicament­e indignadas. La revolución puede empezar por un tuit, pero nada se resuelve en Twitter, mucho menos la gestión de un país. No vale decir que urge reformar el Código Penal y no ponerse las pilas de inmediato. Porque mientras los miembros de ambos gobiernos lloriquean y critican a sus socios en vez de cumplir, mientras desatiende­n la crisis sanitaria más grave del último siglo y minimizan la amenaza de la ultraderec­ha instalados en un vacuo postureo, todos somos susceptibl­es de acabar en la cárcel, o con un ojo reventado por una bala de foam al protestar. Así está la democracia.

Lo grave es que quienes podrían y deberían cambiar las cosas se limitan a tuitear

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