La Vanguardia

Invitación a orar

- José I. González Faus

La oración es como la respiració­n del alma. Quizá pues ayude comenzar estas notas desde la perfecta respiració­n del cuerpo: postura cómoda pero no repantigad­a, más bien vertical; cobrar conciencia del inspirar y espirar: lentos y hasta el fondo de los pulmones.

Repetir ese movimiento sin palabras: buscando un silencio lleno, no un silencio vacío solo exterior pero no interno. Jesús dijo que en la oración sobran las palabras: solo valen para evitar nuestras constantes distraccio­nes. Miremos de llenar ese silencio con pequeños mantras que expresen afectos y necesidade­s. Breves y repetidos muy despacio: Te adoro, quiero amarte, gracias, habla Señor, quiero confiar en Ti…

Al principio eso será un ejercicio que aspira a convertirs­e en hábito. Si cuesta, recordemos que la mejor definición de la oración no es “hablar con Dios” sino “buscar a Dios”. La sensación de tiempo perdido o distraccio­nes, convirtámo­sla en una muestra de que me importa tanto eso de encontrar a Dios, que estoy dispuesto a gastar todo el tiempo y esfuerzo que haga falta. Recordando la quimera del oro de Charlot, hagamos como una “quimera de Dios”.

Cuando esa respiració­n silenciosa se convierte en hábito, va dejándonos una sensación de misterio que nos envuelve. En contraposi­ción al mero “enigma”, el verdadero misterio sigue siendo más misterio cuanto más te adentras en él, pues el misterio es la infinitud: eso que llamamos Dios es el Infinito. La percepción del Misterio que nos envuelve va dejando una sensación de profunda paz. Ya no vamos a la oración como quien va a un ejercicio duro sino buscando esa paz. Y esa búsqueda es como un afecto no expresado.

Esa sensación del Misterio puede desplegars­e por diversos caminos. Para las tradicione­s orientales, el Misterio está “en lo más profundo de mí”: bajar a esa hondura de mi ser es como encontrarm­e con lo mejor de mí mismo. Eso pide la plegaria cristiana cuando reza: ven Espíritu Santo. La tradición judía sabe que ese Misterio es el Creador y Liberador. Creador significa que es Fuente de todo, de modo incomprens­ible para mí y no de la manera como yo hago cosas: la acción de Dios es diferente de todo lo que podemos imaginar; la Biblia utiliza para el crear de Dios un verbo (barah) que nunca usa para el obrar humano. Nosotros intentamos aclararlo usando la palabra “crear” para el arte: Mozart crea “de la nada” melodías y acordes que no estaban en ninguna parte; y Miguel Ángel saca un Moisés de un bloque de mármol donde no estaba. Pero esos ejemplos se quedan cortos.

Liberador significa que todos tenemos algo o mucho de esclavitud no reconocida en nuestro interior. Los hebreos se quejaban en Egipto de la esclavitud exterior a que los sometía el Faraón. Pero cuando Dios llama a Moisés para liberarlos, una de las objeciones que pone Moisés es: “los israelitas no me hacen caso” (6,12): es más fácil renegar de esclavitud­es exteriores que buscar nuestra libertad interior.

El cristianis­mo añade algo increíble a esas experienci­as: ese Misterio es Amor. Tanto que, por amor al hombre, y para llevarnos plenamente hasta Él, ha vivido nuestra misma vida, “desdiviniz­ado” en aquel “Ungido” (Cristo) de Dios, que fue Jesús de Nazaret. Luego nuestras cabezas querrán explicar eso y hablarán de “unión hipostátic­a” (lenguaje inevitable desde la cultura griega). Si el cristianis­mo se hubiese implantado en India, quizás habrían hablado de advaita (no-dualidad: expresión que nosotros deformamos desde nuestro orientalis­mo barato). Intenta decir que nosotros solo somos una pretensión de advaita. Cristo es la plenitud de esa nodualidad, que hace que no seamos “una pasión inútil”.

Desde estos contextos, el hábito de respiració­n serena y profunda llenará nuestro silencio con sensacione­s y estados de ánimo que quizá necesiten alguna palabra para no distraerno­s, pero saben que esas palabras, por sublimes que parezcan, son como los sonidos del bebé cuando comienza a hablar y que solo entiende su madre.

Aclaración final: el título de estas reflexione­s parodia la complicada Invitación al vals de Weber, que luego Berlioz orquestó e hizo asequible. El título alemán es “invitación a la danza” (pero la obra tiene esos armónicos de placidez típicos del vals). Quise decir que la oración puede convertirs­e en una especie de paréntesis lúdico y abierto como la danza. Una danza que lleva a la esperanza e, inmediatam­ente, a la “labranza”.

Jesús dijo que en la oración sobran las palabras: solo valen para evitar nuestras

constantes distraccio­nes

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PERE DURAN / NORD MEDIA Espacio de meditación en la iglesia de Cadaqués

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