La Vanguardia

Epílogo a Vivaldi

- Màrius Carol

Una de las víctimas de la semana de incidentes en las calles de Barcelona han sido la históricas vidrieras del Palau de la Música, contra las que la emprendió un grupo de bárbaros la noche del sábado. Las cristalera­s modernista­s son de Antoni Rigalt, un artesano a quien Domènech i Montaner pidió su colaboraci­ón, sabedor de su talento, demostrado en sus trabajos con pintores como Joaquim Mir. Desconozco por qué razón, además de asaltar tiendas y llevarse su mercancía, los vándalos decidieron atacar este templo laico, que es patrimonio de la humanidad desde 1997. El susto de los asistentes que salían de escuchar Las cuatro estaciones de Vivaldi, interpreta­das por Lina Tur y la formación Vespres d’arnadí, fue mayúsculo, ya que se encontraro­n atrapados en la violenta refriega. Un saco de una obra sirvió para nutrir de proyectile­s

El poder ni siquiera ha condenado con rotundidad el ataque al Palau de la Música

a aquella banda de cretinos, que causaron serios destrozos, mientras los espectador­es del concierto se refugiaban en el interior del Palau hasta que la violencia cejó.

Una de las cosas más sorprenden­tes de las autoridade­s catalanas es su silencio –o casi– ante hechos como este, que merecerían rotundas condenas. Segurament­e tiene razón Antoni Puigverd cuando señala que el independen­tismo y la izquierda alternativ­a se han subido a esta corriente moralista que entiende la rabia de los jóvenes y la justifica por lo injusto de la sociedad. Una corriente biempensan­te que no propone nada y que lo acepta todo. Y que al final acaba por acusar a la policía de malas prácticas, mientras silba ante un brutal asalto a una comisaría de los Mossos o a la sede de El Periódico. E incluso ante el apedreamie­nto del Palau de la Música, que para el nacionalis­mo catalán es más que un auditorio. Es posible que no quieran violentar a la CUP cuando necesitan de su apoyo para formar gobierno.

La pobreza intelectua­l de los discursos de quienes han mandado los últimos años este país resulta desoladora. Pero lo poco que han hecho para promover la igualdad de oportunida­des y la excelencia les deslegitim­a para intentar comprender esa ola de rabia que ha invadido las calles de Barcelona durante la última semana. Somos una sociedad que parece no creer en ella misma, que es capaz de entender cualquier disparate para justificar­se lo mal que se han hecho las cosas. E incluso de discutirle a la policía que su obligación sea mantener el orden público.

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