La Vanguardia

De lenguas, palmeros y pedradas

- Núria Escur

Dudé entre dedicarle la columna a Hasél o a Margarit, pero el poeta ha ganado por goleada. El de verdad, me refiero. El otro ya tiene suficiente­s palmeros. A Joan Margarit le debo dos cosas. Primero, enseñarme que se puede escribir en dos lenguas sin sentirse culpable (“soy un poeta catalán, pero también castellano, coño; el castellano no lo pienso devolver ahora”) y, segundo, ayudarme a entender que, a veces, cuando pierdes ganas. Pierdes seres queridos, ganas distancia cósmica. Y tomar distancia genera un efecto lupa fulminante: cuanto más lejos, más claro lo ves.

Oírle relatar cómo se armó tras la muerte de dos hijas fue una master class que el oficio me ofreció. Su teoría era que había que prepararse en años, leerlo todo, escuchar música, atesorar obras de teatro, tragar películas, comer y beber cultura hasta el empacho para que, cuando la vida se llevara lo que amas, ese ejército de soldaditos que llevas dentro te protegiera. Negar el arte a un hijo era dejarle a la intemperie. “Si le equipas, cuando le dejen, todo le parecerá una mierda, pero le quedará la música o la poesía”.

Pero eso no podía programars­e en un día. “Tú no puedes decir: se me acaba de morir una hija, por favor ¿me trae unos gramos de Montaigne? –me explicaba–. ¡Nooo! ¡Usted tiene que llevar diez años leyendo a Montaigne para que en ese momento le sirva de algo”.

Así que un día, cuando murió mi hermano, recogí todas las enseñanzas de Margarit y me puse manos a la obra. Abrazamos al autor de la Terra Ferma: “Assegut en un tren miro el paisatge / i de sobte, fugaç, passa una vinya / que és el llampec d’alguna veritat (…) / Estimar és un lloc. / Perdura al fons de tot: d’allí venim. / I és el lloc on va quedant la vida”. Si aún no lo conocen, ahora que el poeta nos dejó, corran a buscarlo.

Y las letras de Hasél, para otro día.

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