La Vanguardia

Barcelona, ciudad abierta

- Daniel Fernández

La visión –no sé si ensoñación– de Barcelona como una ciudad tolerante, multicultu­ral y avanzada es muy grata a la mayoría de sus habitantes, que en los últimos tiempos han querido ser capital del Mediterrán­eo, urbe ecológica, feminista y gay friendly para situarse también como referencia internacio­nal en acogida de refugiados, ciudad tecnológic­a y emprendedo­ra y, por supuesto, patria de libertades y olimpo gastronómi­co y de la diversión.

Sí, caben muchas Barcelonas en Barcelona y no todas son amables ni son siempre agradables. La masificaci­ón turística, las despedidas de soltería, las excursione­s alcohólica­s de fin de semana, la prostituci­ón o la droga dura que ha regresado con fuerza preferimos no verlas. Como también ignoramos los pisos patera y el hacinamien­to y la disidencia cultural de familias y comunidade­s enteras que viven junto a nosotros pero al margen. Solo hay que recordar lo poco que nos gustó aquella película de Alejandro González Iñárritu, Biutiful, pese a la notable actuación y presencia de Javier Bardem. Lo menos que se dijo de ella es que era tremendist­a y sórdida…

Tras los saqueos y las algaradas recientes que se cebaron con especial intensidad en las tiendas y locales del paseo de Gràcia, Barcelona ha consolidad­o su fama como ciudad de la rebeldía y la rabia juvenil. No sé cómo se han difundido las imágenes de la revuelta ni qué explicacio­nes circulaban por el mundo, pero en estos diez días me han ido llegando mensajes de preocupaci­ón de distintas partes del planeta. Se han compadecid­o y solidariza­do con nosotros desde amigos de París –que saben bien de lo que hablan– hasta gentes de Nueva York, Londres o Buenos Aires. Por supuesto, la realidad no es exactament­e su reflejo en los medios o en las redes, pero esta vez se me antoja que el daño a un prestigio ya maltrecho va a ser largo y duradero.

Algo muy serio está pasando con nuestro modelo cultural y educativo cuando tantos jóvenes deciden ocuparse en practicar la guerrilla urbana y la protesta airada. Somos una sociedad envejecida y nuestra juventud decide prenderle fuego. O al menos un poco. Y no me pongan la excusa del rapero antidemocr­ático –él diría antisistem­a– y su entrada en prisión tras abultado periplo judicial. El debate sobre la libertad de expresión habrá servido de detonante sentimenta­l, sin reflexión ni análisis, pero ni explica ni mucho menos justifica esta kale borroka en la que se han mezclado encapuchad­os de sudadera anónima con prendas de marca y pirómanos aficionado­s que de vez en cuando lucían cascos de moto o de esquí, equipados para el nuevo deporte de riesgo de ir contra la línea policial.

Vuelvo a oír cosas que tenía casi olvidadas, consignas revolucion­arias que solo hacen evidente la confusión o el cinismo de quienes las invocan. No es violencia, es autodefens­a. Pueblo armado, pueblo respetado. Cosas así. Viejos desvaríos. Sueños revolucion­arios.

En las guerras, una ciudad se declaraba abierta cuando las autoridade­s decidían entregarla sin resistenci­a al ejército invasor. Así se evitaba la muerte de sus habitantes y la destrucció­n del patrimonio. Barcelona lo hizo en 1939 ante las tropas nacionales. París, en 1940, y los nazis entraron en la capital francesa sin resistenci­a. También los alemanes declararon Roma ciudad abierta en 1943, y es inevitable recordar la película de Roberto Rossellini Roma città aperta. Hoy Barcelona está abierta a un ejército nuevo, el de los impaciente­s y los frívolos, también el de los violentos y los oportunist­as. Son demasiado distintos para definirlos. Pero son jóvenes y deberían ser el futuro. Hace unos meses el Ayuntamien­to eligió el lema “Ciutat oberta” para la Biennal de Pensament, en una muestra más de ingenuidad que de otra cosa. Me puedo imaginar a la alcaldesa, a lo Magnani, corriendo tras estos jóvenes que ya no quieren saber nada.

Vuelvo a oír consignas que solo hacen evidente la confusión o el cinismo de quienes las invocan

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