La Vanguardia

El coste de los altos vuelos

- MARIÁNGEL ALCÁZAR

Al rey Juan Carlos siempre le ha gustado pilotar, incluso cuando a los mandos del avión estaban los comandante­s titulares. Durante años, en los viajes de Estado, en vez de pasarse las horas sentado en la cómoda butaca de sus dependenci­as, se encajaba como podía en la minúscula cabina para seguir en primera línea la evolución del vuelo. Durante años siempre viajó en aviones de la Fuerza Aérea, en los Falcon 900, el viejo DC8 y más tarde en alguno de los dos Airbus 310, que siguen en servicio. Lo hacía en los desplazami­entos oficiales y también en los de carácter privado en razón de su estatus de jefe de Estado.

A finales de los noventa, el entonces presidente del Gobierno José María Aznar puso el grito en el cielo cuando se enteró de que un verano el rey Juan Carlos había volado hasta Namibia para participar en una cacería. En un avión de la Fuerza Aérea. Meses antes, los Reyes habían visitado oficialmen­te aquel país africano, y el presidente Sam Nujoma les había mostrado una reserva de animales. Juan Carlos comentó su pasión por la cinegética y Nujoma le invitó a volver para a cazar cuando se abriera la veda. Y eso hizo. Aquel viaje provocó uno de los muchos desencuent­ros que tuvo con Aznar, quien acabó por restringir el uso del rey Juan Carlos de los aviones de la Fuerza Aérea a desplazami­entos oficiales.

En los últimos años de su reinado, el rey Juan Carlos echó mano de sus amistades para desplazars­e en aviones privados cuando sus viajes, sobre todo los que hacía con Corinna Larsen, también tenían esa considerac­ión. El viaje a Bostsuana, en abril del 2012, del que regresó herido, fue costeado por Eyad Kayali, un empresario de origen sirio residente en España que actuaba de intermedia­rio de los intereses de la familia real saudí. Tras Aznar, Zapatero y Rajoy, menos estrictos, permitiero­n, siempre por razones de seguridad, que el rey Juan Carlos realizara algunos viajes semiprivad­os, sobre todo en el Falcon 900, como el que hizo al estado alemán de Baden-württember­g en febrero del 2006 para asistir a un homenaje organizado por Larsen.

La historia se complicó al llegar la abdicación, cuando ya no había excusa posible. El rey

Juan Carlos tuvo ya, sin más alternativ­a, que hacer uso de aviones privados, toda vez que la sola mención de viajar en vuelos comerciale­s le producía alergia. Algunos amigos con avión propio le prestaron el suyo, pero, en

A finales de los 90, el entonces presidente Aznar restringió al rey Juan Carlos el uso de aviones oficiales

muchas otras ocasiones, como se ha demostrado, tuvo que alquilar una nave que pagaba su primo lejano Álvaro de Orleans.

Al regulariza­r el pago ante Hacienda de los impuestos derivados de la asunción, por la Fundación Zagatka, de los costes de esos viajes, el rey Juan Carlos reconoce implícitam­ente que en diez años gastó alrededor de ocho millones de euros en vuelos.

Cuando el rey Felipe decretó un código de conducta para la familia real, se explicitó claramente que no se podían recibir regalos más allá de la cortesía. El que su padre aceptara que terceras personas asumieran el pago de los costes de aviones privados, tanto si eran alquilados como si eran propiedad del donante, excedía de largo la considerac­ión de cortesía. Felipe VI no logró convencer a su padre de la inconvenie­ncia de esos viajes, pero sí consiguió que Álvaro de Orleans admitiera públicamen­te que él era el pagano de la mayoría de ellos. Así empezó un proceso que, de momento, suma un nuevo capítulo con el pago de impuestos.

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