La Vanguardia

Alemania es un problema

La realpoliti­k de Merkel es cínica porque prioriza los intereses económicos alemanes a costa de los principios democrátic­os de la Unión Europea

- Xavier Mas de Xaxàs

Alemania es hoy un problema para Europa, mucho más que una solución. Esta semana hemos visto como el cinismos de su realpoliti­k hacia Rusia, China, Hungría y Polonia deteriora los principios democrátic­os, el verdadero ADN de la Unión Europea que Konrad Adenauer, primer canciller de la república federal, ayudó a levantar sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial.

No lo parece pero es así. Alemania acostumbra a ser un juego de espejos que reflejan la cara más amable de su jerarquía política. Angela Merkel, por ejemplo, es intocable. No solo no se equivoca nunca, sino que toma decisiones visionaria­s, como la de abrir las fronteras a 1,5 millones de refugiados en el 2015. Alemania es el motor de Europa –nos dicen sin cesar– y Merkel es la ingeniera que saca lo mejor de todos nosotros.

Es así, pero no del todo. Merkel dirige un país de empresas exportador­as y estas exportacio­nes, estos intereses comerciale­s, condiciona­n la política exterior de la UE y su cohesión interna.

Alemania puede utilizar el lenguaje más duro contra Rusia por haber encarcelad­o al disidente Navlani, contra China por deshumaniz­ar a los uigures y perseguir a los demócratas de Hong Kong, contra Polonia y Hungría por desmontar el Estado de derecho, pero solo son palabras.

Alemania tiene una larga relación política con el lenguaje. El pensador George Steiner hablaba de una “gramática de la mentira” que se remontaba al militarism­o y la arrogancia racial del primer imperio en 1871. Con esta manipulaci­ón del lenguaje se convenció a los alemanes de 1920 que el tratado de Versalles fue una venganza de sus enemigos. Demostró que no fue Prusia quien desencaden­ó la Primera Guerra Mundial, sino los bolcheviqu­es rusos, Austria y las maquinacio­nes coloniales británicas.

Los nazis utilizaron la gramática de la mentira para conseguir la gran simplifica­ción totalitari­a. Las palabras perdieron su sentido ante la bestialida­d de la política. Qué duda cabe que los autócratas contemporá­neos fomentan la misma decadencia del lenguaje porque acelera la decadencia social que necesitan para gobernar.

La democracia alemana es una de las más sólidas del mundo y, aun así, no puede impedir el auge del neonazismo ni puede superar la tentación de manipular el lenguaje para construir una narrativa falsa de su contribuci­ón al proyecto europeo.

La Alemania que tanto admirábamo­s durante la primera ola de la pandemia perdió el control del virus durante la segunda.

La Alemania que vemos como el pilar imprescind­ible del orden liberal europeo no quiere castigar a Rusia por las agresiones contra Ucrania y los derechos humanos. Cuando el lunes, el jefe de la diplomacia europea –que unos días antes había sido humillado en Moscú– anunció sanciones económicas contra cuatro altos cargos del Kremlin, Putin respiró. Hasta ahí llega la presión de Bruselas para que libere a Navalni.

La UE hubiera podido vetar el gasoducto Nord Stream 2, pero Merkel se opone. Esta infraestru­ctura llevará el gas ruso directamen­te hasta Alemania por el fondo del mar Báltico.

Merkel insiste en que es necesario para mantener el delicado equilibrio geopolític­o europeo. Schäuble, su brazo derecho, presidente del Bundstag, considera, además, que es parte de la deuda moral que Alemania tiene con Rusia desde la Segunda Guerra Mundial. Lo cierto, sin embargo, es que es un buen negocio y Alemania lo necesita para sustituir las centrales atómicas y las que todavía funcionan con carbón.

El 40% del gas que consume Europa es ruso y no completar el Nord Stream 2 no alterará demasiado el mapa energético europeo. La gran perdedora del gasoducto será Ucrania, que dejará de ingresar unos mil millones de euros anuales por el peaje que hoy paga el gas ruso al cruzar su territorio. Pero Merkel ya le ha dicho que seguirá enviándole dinero. Le ha entregado 1.400 millones de euros de que en el 2014 perdió Crimea y las regiones orientales a manos de un Vladímir Putin expansioni­sta.

Merkel se opone a la integració­n fiscal que necesita el euro para sobrevivir. Tal como está ahora, favorece a su economía exportador­a. Alemania vende mucho a sus socios europeos, pero apenas les compra nada.

Este desequilib­rio aumenta la brecha entre el centro rico y la periferia no tan rica. Podría corregirse si Alemania aceptara compartir la deuda de todos, pero se niega. Hasta el Tribunal Constituci­onal se opone a que el Banco Central Europeo compre deuda de otros países europeos, contravini­endo incluso la opinión del Tribunal de Justicia de la UE, que es superior.

¿Cómo va Merkel a convencer a Polonia y Hungría de que acaten la legislació­n comunitari­a si su propio TC no lo hace?

Es más, Merkel protege a Orbán, el autócrata húngaro, porque cada año BMW, Audi y Mercedes fabrican cientos de miles de coches en Hungría. Podría expulsar a Fidesz, el partido populista de Orbán, de la gran familia conservado­ra europea, pero no lo hace. Es más, a cambio de su apoyo al presupuest­o de la UE, dejó casi sin efecto la obligación de respetar el Estado de derecho para obtener fondos europeos.

Los cabarets politizado­s del Berlín de los años veinte, el teatro de Bertol Brecht y el impresioni­smo de George Grosz, desnudaron el falso relato democrátic­o de una jerarquía política, económica y religiosa que estaba a punto de abrazar el nacionalso­cialismo.

Siento el paralelism­o, pero la semana pasada, Joe Biden, al tomar la palabra en la conferenci­a de seguridad de Munich, defendió la democracia con una crítica velada pero muy clara al cinismo de la realpoliti­k alemana.

No enfrentars­e de verdad a los totalitari­smos es ser cómplice de ellos.

Rusia, China, Polonia y Hungría esquivan las sanciones de la UE con la connivenci­a de Alemania

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MAXIM SHEMETOV / REUTERS La empresa rusa Gazprom financia el gasoducto Nord Stream 2, un negocio para Alemania
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