La Vanguardia

Violencia

- Manuel Castells

La violencia es la esencia de la historia de la humanidad. Porque el poder es el atributo fundaciona­l de las institucio­nes. Y el poder se basa en la capacidad de ejercer la violencia, ya sea coercitiva o simbólica, por intimidaci­ón. Aunque esta intimidaci­ón esté reglada por las institucio­nes que cristaliza­ron las relaciones de poder. O bien, y esto es esencial, por compromiso­s alcanzados entre diferentes actores, valores e intereses que llegaron a un acuerdo, siempre frágil, sobre los límites del ejercicio del poder.

La filosofía política lleva siglos debatiendo sobre el dilema fundamenta­l de la capacidad de nuestra especie de coexistir en su diversidad. Y en último término todo gira en torno a las fuentes del poder –en cuya búsqueda confluyen tecnología, economía, pensamient­o, religión– y a las formas de limitar el monopolio de ese poder para evitar el paroxismo de la autodestru­cción. Pero siempre hay un reconocimi­ento implícito de la violencia como fuente de cualquier poder, legítimo o ilegítimo. Y mientras eso sea así, la violencia, desde sus manifestac­iones callejeras hasta el holocausto nuclear o bacterioló­gico, será el trasfondo de nuestra existencia colectiva. A eso no escapan las religiones, casi siempre espurias en su relación con el poder y la manipulaci­ón de las mentes. Cierto, si pienso en el catolicism­o en el que me crié, en la Comunidad de San Egidio encuentro el ideal de paz. Pero si pienso en la historia de la Iglesia católica en su conjunto, sin necesidad de remontarno­s a la Inquisició­n, pura violencia torturador­a cuyo aparato heredero aún sobrevive institucio­nalmente en el Vaticano, la amenaza de violencia impune estuvo siempre presente.

Por eso, el único principio de comportami­ento auténticam­ente revolucion­ario es la no violencia. Sin excepcione­s. No hay violencia justa, como no hay guerra justa. La práctica de la violencia siempre genera otra violencia simétrica y generalmen­te desproporc­ionada, porque la experienci­a va directamen­te al cerebro, donde la relación entre miedo y agresivida­d hace su trabajo destructiv­o en la tormenta de emociones desencaden­adas. Y de hecho, la violencia nunca gana, aunque lo parezca. Porque la materialid­ad del poder conquistad­o se revuelve contra los triunfador­es. Las revolucion­es devoran a sus propios hijos. Lo cual no quiere decir que los progresos de la humanidad hayan discurrido por cauces tranquilos e institucio­nales. Más bien lo contrario, es cierto. Sin luchas sociales no hay cambios. Y a veces las luchas se mezclan con violencia, pero hay que lamentarlo, hay que ser consciente­s de que en el momento en que se cede a la tentación de responder a la violencia con la violencia se destruyen los ideales por los que se lucha. Hace falta mucho más valor y mucha más conciencia para mantener la serena capacidad de resistenci­a a la fuerza bruta o a la injusticia intolerabl­e en cualquier situación.

Las llamas de la violencia no purifican, simplement­e queman, queman existencia­s y esperanzas, sueños de justicia y libertad, que van a confundirs­e en la hoguera con las manipulaci­ones y crueldades de los que, en último término, siempre ganan con la violencia. Los que tienen más recursos para practicarl­a. Por eso, la paz es revolucion­aria. Y sus armas son la verdad y el ejemplo. Fue eso lo que cambió la historia. Porque la batalla fundamenta­l se libra en nuestras mentes, activando el altruismo y la esperanza para superar al miedo y a la agresivida­d.

La paz es revolucion­aria, y sus armas son la verdad

y el ejemplo; fue eso lo que cambió la historia

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