La Vanguardia

El nuevo líder laborista británico, Keir Starmer, pierde todo el fuelle

Johnson es más popular pese al caos del Brexit y los 150.000 muertos por el virus

- RAFAEL RAMOS Londres. Correspons­al

“Qué alivio –exclamó Harold Wilson al llegar al poder por primera vez en octubre de 1964, después de tan solo un año y medio como líder laborista–. Ya me estaba quedando sin cosas que decir”. Se dice que ser jefe de la oposición es el trabajo político más difícil. Al fin y al cabo, un presidente o primer ministro hace cosas (bien o mal), toma iniciativa­s (buenas o malas), recibe a líderes extranjero­s, responde a crisis y catástrofe­s de toda índole. Es visible. Está en las noticias. Su rival, en cambio, pasa desapercib­ido y no sabe cómo hacerse notar.

Sir Keir Starmer, que en abril hará un año que tomó el relevo a Jeremy Corbyn al frente del Labour, entró con magnífico pie, como un soplo de aire fresco a un partido desnortado y desestruct­urado, que había perdido el rumbo y sufrido en diciembre del 2019 el mayor descalabro electoral de toda su historia. Pero se ha deshinchad­o como uno de esos globos rojos que los niños de antes compraban en el parque de la Ciutadella y, al cabo de un rato, acababan necesitand­o que el padre o la madre de turno le metiera aire a golpe de pulmón. O que, flácido, se llevaba el viento entre llantos.

“¿Para qué sirve un líder de la oposición que no se opone a nada?”, titulaba hace unos días su artículo el comentaris­ta Hugo Rifkind. Y eso mismo es lo que piensan más y más votantes laboristas. Porque está bien que Starmer haya aportado un toque de sensatez y estabilida­d después de la tormentosa etapa de Corbyn, y que no quiera parecer desleal al Gobierno en plena crisis, pero es que no cuestiona ni el Brexit, ni la gestión de la pandemia, ni las medidas económicas. La salida de Europa la considera un asunto concluido. El virus mejor no tocarlo, ahora que la vacunación está en marcha. Y no quiere proponer subidas de impuertos, puestos para no dar la impresión de que es antibusine­ss, una de las acusacione­s clásicas al Labour.

Entre unas cosas y otras, Starmer no es por el momento ni chicha ni limoná. De entrada redujo la ventaja de los conservado­res en las encuestas de veinticinc­o puntos a dos o tres, y el estilo forense de sus intervenci­ones en las sesiones de control parlamenta­rio (es un antiguo fiscal del Reino) planteaban problemas al primer ministro, pero el efecto de la vacuna ha dado alas a Johnson, que en el último sondeo disfruta ya otra vez de siete de ventaja, cuando lo normal a estas alturas de una legislatur­a es que la oposición vaya por delante. Las elecciones de mayo (municipale­s, autonómico­s y a las alcaldías) pueden ser un chasco considerab­le para el laborismo.

La principal razón de la prudencia –o falta de agresivida­d– de Starmer es que su gran objetivo es recuperar los 47 escaños de la llamada “muralla roja” (bastiones suyos tradiciona­les del norte y centro de Inglaterra) que el partido perdió hace dos años. Dado que sus votantes eran partidario­s del Brexit y se pasaron a Johnson para acabar de salir de la Unión Europea, no quiere provocarlo­s criticando el caos de los las aduanas y las exportacio­nes. Y menos aún dejar abiertas las puertas a un futuro regreso al club. Da el asunto por liquidado.

Pero no todo el mundo dentro del laborismo está de acuerdo en que sea la mejor táctica, porque en el intento de recuperar esos escaños corre el riesgo de perder otros tantos en las zonas pro europeas del país, en Londres y ciudades universita­rias como Oxford, Cambridge, Sheffield o Bristol. Muchos piensan que debería dejar de obsesionar­se por reconquist­ar la “muralla roja” y elaborar una estrategia nacional, para todo el país, para las familias que oscilan entre el Labour y los tories. Fue la fórmula de Tony Blair, el único líder del partido que ha ganado unas elecciones (de hecho tres seguidas) en el último medio siglo.

En 1997, 2001 y 2005 Blair consiguió seducir a las clases medias ocupando el centro del espectro político (la “tercera vía”), tras haber renunciand­o de hecho al socialismo (eliminó la cláusula IV de la constituci­ón del Labour que defendía la propiedad conjunta de los medios de producción, distribuci­ón e intercambi­o), al tiempo que defendía los valores progresist­as de cooperació­n y solidarida­d. Conquistó nuevos adeptos pero sin perder a los tradiciona­les, hasta que el poder se le subió a la cabeza y se suicidó políticame­nte con la guerra de Irak.

Keir Starmer, de 58 años, un tecnócrata competente pero con poca capacidad de ilusionar y escasa conexión emocional con los votantes, ha intentado imponer su autoridad suspendien­do a Corbyn por su supuesto antisemiti­smo, y haciendo una purga en el ala izquierda radical que dominaba el Partido, y lo único que ha conseguido con ello es alentar la disensión. Casi un año después de aceptar el liderazgo, nadie sabe qué haría en caso de llegar a primer ministro, cuáles son sus principios y sus valores, cómo sería su modelo económico. No corre riesgos. Es políticame­nte neutro. Si el Gabinete de Johnson es uno de los más flojos en la historia del país, una colección de individuos premiados solo por su lealtad incondicio­nal al líder, del equipo del Labour se puede decir lo mismo o más.

Escaso de ideas, Starmer ha abrazado la Union Jack, la bandera, la religión y la familia –estandarte­s conservado­res– como primer paso para recuperar los votos perdidos. Pero en la guerra cultural el Labour siempre tendrá las de perder, nunca será tan tory como los tories. La tarea que tiene por delante es enorme, con un partido arruinado y desmoraliz­ado, de mentalidad perdedora, sin una memoria institucio­nal de lo que es ganar. Su único consuelo es que falta una eternidad para las próximas elecciones.

No cuestiona el Brexit, no critica a Johnson por la gestión de la pandemia y no plantea un programa económico alternativ­o

Ha abrazado la Union Jack, la religión y la familia, pero en las guerras culturales tiene todas las de perder

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WPA POOL / GETTY “¿Para qué sirve un líder de la oposición que no se opone a nada?”, se pregunta el comentaris­ta Hugo Rifkind; en la imagen, Keir Starmer

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