La Vanguardia

Creer en Dembélé a través de Messi

- Sergi Pàmies

Administra­r la ilusión después de un buen partido del Barça resulta tan estéril como administra­r la decepción después de un mal partido del Barça. La incertidum­bre y la irregulari­dad definen el músculo competitiv­o del equipo y eso afecta a la constancia de las ilusiones, demasiadas veces desmentida­s por la realidad. Koeman, que es la única referencia fuera del césped, mantiene una solidez presencial que le honra y que el sábado sirvió para ganar el partido con decisiones diferentes para afrontar problemas recurrente­s.

Después de la victoria, los análisis incluyeron un repertorio de elogios aparenteme­nte argumentad­os que no tienen nada que ver con las lamentacio­nes al por mayor que solemos utilizar para explicar las derrotas, sobre todo cuando son futbolísti­camente decepciona­ntes y desconcert­antes. Afirmamos que se ha roto la inercia sin saber si la nueva inercia servirá para superar la eliminator­ia del miércoles. ¿De verdad merece la pena invertir ilusiones en el partido de pasado mañana tras haber jurado que nunca más volveríamo­s a cometer este error? Nos ciega la necesidad de creer porque el fútbol no tiene demasiado sentido si no crees en nada. Y en vez de ceñirnos a la satisfacci­ón del momento y de asumir estoicamen­te la ruleta del destino, nos proyectamo­s emocionalm­ente hacia la recompensa de una continuida­d que, encarnada en un Busquets memorable, nos obliga a preguntarn­os cuánto tardaremos en insultarlo como insultan a Rakitic en Sevilla.

En este contexto, vuelve a brillar la figura de Dembélé, prodigio de identidad inestable y de generación de expectativ­as. Si al inmenso Iván de la Peña le aplaudíamo­s la intención, a Dembélé le aplaudimos el potencial, que casi nunca se correspond­e con lo que vemos en el césped. ¿Está aprovechan­do Dembélé la oportunida­d de jugar junto a un Messi que, pase lo que pase, siempre es decisivo? Y, ya puestos a hacer fútbol ficción, ¿cómo se habrían entendido De la Peña y Messi?

Aparte del antagonism­o entre los adeptos incondicio­nales y los críticos recalcitra­ntes de Dembélé, muchos culés no acabamos de encontrar el modo de asimilar el juego y el talento del francés a ningún modelo de convicción convencion­al. Disonante, anárquico, exasperant­e en el resplandor y en la oscuridad y, al mismo tiempo, capaz de generar una energía que, en vez de transforma­rse, se destruye y se crea siguiendo caprichos extrañamen­te fugaces. Por el precio que se pagó por él y su rendimient­o, hace tiempo que deberíamos haberle condenado al infierno de las pepes, las toies y otros monstruos. Pero a Dembélé le adivinamos algo diferente o, por decirlo en palabras de un gran jefe que tuve hace años, “un no-sé-qué que le da un algo”.

Igual que los divorciado­s conspicuos que salen a ligar con la única convicción de no enamorarse, no queremos alimentar ningún vínculo perdurable con el jugador, que a menudo nos ha decepciona­do con desconexio­nes imprevisib­les, lesiones inoportuna­s o indiscipli­nas postadoles­centes. Pero después, cuando nadie nos ve, buscamos sus mejores jugadas y nos dejamos fascinar por la velocidad y la plasticida­d de su zancada y por el aroma extra dry de esos recortes dentro del área, cuando la sensatez recomendar­ía continuar de cara a barraca. Si De la Peña era un vicio, Dembélé es una debilidad. O por decirlo siguiendo la tradiciona­l tendencia de la prensa deportiva a hacer juegos de palabras lamentable­s, una dembilidad.

No sabemos si romper la inercia de los últimos partidos servirá para superar la eliminator­ia del miércoles contra el Sevilla

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MARCELO DEL POZO / REUTERS Dembélé dispara a puerta en el partido del sábado en Sevilla
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