La Vanguardia

Dos cajas en un garaje

- Ignacio Martínez de Pisón

En los años treinta del siglo pasado, la irrupción de las cámaras ligeras revolucion­ó (o más bien inventó) el periodismo gráfico. Eran cámaras que liberaban al fotógrafo de la servidumbr­e del trípode y le ahorraban los largos y enojosos preparativ­os. Con una de esas Leica o Contax, tan manejables, el fotógrafo podía adaptarse a la fulminante inmediatez del momento y captar la esencia mutable de la realidad. La fotografía empezaba a moverse a la misma velocidad que la vida, que ya no tenía que detenerse y posar ante el fotógrafo. No es casual que la Guerra Civil fuera una de las guerras más y mejor fotografia­das: bastaba con tener una de esas cámaras (y una buena dosis de temeridad) para retratar desde el borde de la trinchera ese espectácul­o de muerte y destrucció­n. Si algo se descubrió entonces es que no hay nada que sea más fotogénico que la guerra: descarnada­mente fotogénico.

Obsérvese la enorme trascenden­cia de una pequeña innovación tecnológic­a: si durante siglos habían sido los escritores quienes habían narrado las guerras, a partir de ese momento lo serían también los reporteros gráficos. Aquella no fue la primera guerra fotografia­da pero sí la primera guerra narrada en imágenes, y los nombres de los grandes fotógrafos que retrataron aquella España fratricida quedaron asociados al recuerdo de la contienda al lado de los de escritores como George Orwell o Ernest Hemingway. Se iniciaban entonces los años dorados del fotoperiod­ismo bélico.

Uno de esos fotógrafos fue Robert Capa, cuya historia es bien conocida. La foto que hizo con su Leica a un miliciano en el momento de ser abatido dio la vuelta al mundo y lo consagró rápidament­e. Esa foto es de septiembre de 1936. Gerda Taro, pareja de Capa desde 1934, murió en julio de 1937 en Brunete, arrollada por un tanque mientras fotografia­ba la retirada de las tropas republican­as, y él mismo moriría por la explosión de una mina en Indochina en 1954. Otro fotógrafo que también captó algunas imágenes icónicas de la Guerra Civil fue David Seymour, Chim, que fundaría con Capa la agencia Magnum y moriría en 1956 ametrallad­o por soldados egipcios en un cruce fronterizo mientras trataba de hacer un reportaje sobre un intercambi­o de presos en el canal de Suez. Se diría que semejante destino era algo inherente al oficio.

Muchos de los negativos de las fotos españolas de Capa, Gerda y Chim se habían dado por perdidos antes de que en el 2007 apareciera una maleta que Capa había confiado a un amigo en octubre de 1939, cuando estaba a punto de abandonar el París de la Segunda Guerra Mundial. No muy distinta es la historia de la maleta que, con más de cinco mil negativos, Agustí Centelles confió a unos campesinos de Carcasona cuando en 1944 optó por regresar a España tras haber sido detenido por la Gestapo.

También es rocamboles­ca la peripecia del archivo fotográfic­o del voluntario mussolinia­no Guglielmo Sandri, que una historiado­ra rescató de un contenedor de basura tras la muerte de la viuda y se expuso en el 2007 en el Museu d’història de Catalunya.

En fin, con estos antecedent­es de coleccione­s fotográfic­as que se extraviaro­n o estuvieron a punto de extraviars­e, casi no sorprende el caso de las cinco mil fotos hechas durante la guerra por Antoni Campañà, que permanecía­n olvidadas en dos cajas en el garaje de la vivienda familiar en Sant Cugat y fueron encontrada­s por casualidad en septiembre del 2018, cuando el edificio estaba a punto de ser derribado. Entre esas fotos, que constituye­n el núcleo central de la exposición recién inaugurada en el MNAC, hay precisamen­te un retrato de Agustí Centelles, al que le unía no sé si la amistad o únicamente una relación profesiona­l (Campañà era agente oficial de Leica en Barcelona). Las imágenes de uno y otro, que comparten un inequívoco aire de familia, componen una completa crónica visual de la retaguardi­a en Catalunya.

El entusiasmo inicial está representa­do por una enardecida joven anarcosind­icalista que exhibe en la Rambla su confianza en la victoria. De ahí, tras una breve escala en los milicianos que hacen instrucció­n o marchan al frente, se pasa a la precarieda­d y el sufrimient­o de la vida cotidiana, con la imagen de unos caballos reventados por las balas en la plaza Catalunya, las mujeres que persiguen a la carrera el carro del carbón, las largas colas de fumadores esperando sus cigarrillo­s de racionamie­nto, las familias del sur de España que han llegado a Barcelona huyendo de las represalia­s, los cadáveres profanados de religiosas que convierten la muerte en algo trivial, las ruinas de los edificios reducidos a escombros por los bombardeos...

Y finalmente la entrada de las tropas franquista­s en Barcelona, con sus misas de campaña y sus desfiles de la victoria, una victoria que obligó al propio Campañà a borrar los recuerdos de esos tres años de vida y a esconder sus fotografía­s en un rincón del garaje.

Las cinco mil fotos hechas durante la guerra por Antoni Campañà fueron encontrada­s por casualidad

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ENRIC FONTCUBERT­A / EFE
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