Monumento del cine francés
Un monumento del cine francés”, es el responso coral. Un monumento del cine, sería más justo. Porque Bertrand Tavernier, fallecido en Provenza, a un mes exacto de su octogésimo cumpleaños, con varios César (el Goya francés), nominaciones a los Oscars, mejor director en Cannes, Oso de Oro en Berlín y León de Oro a su carrera en Venecia, desempeñó todos los oficios de la disciplina y luchó por la conservación y restauración de filmes.
Hijo del poeta y resistente René Tavernier, su infancia no fue un camino de rosas. Doble pena, murmuraba: “Hijo único y de padre importante”. Sin olvidar la tuberculosis, que lo recluyó en un sanatorio. No hay mal que por bien no venga y allí descubrió la magia de la imagen en movimiento. Y se zambulló en ella. Su primer filme, El relojero de
Saint Paul (1974), es un canto de amor en imágenes al barrio más castizo de Lyon, su ciudad natal, donde, desde su creación en 1982, presidió el Institut Lumière, situado nada menos que en el 25, rue du
Premier-film (calle de la primera película), lugar en que los hermanos Lumière crearon el aparato cinematógrafo y filmaron la salida de los obreros de su fábrica.
La mudanza a París no empezó bien: pensionado de curas con sádico profesor de gimnasia encarnizado con el adolescente poco dotado para el deporte. En contrapartida, “descubrí ese refugio singular que son los libros, la lectura”. París le abrió las puertas de sus otras pasiones: el cine, el blues, el jazz.
Pasiones es la palabra: Tavernier, que imponía físicamente, podía parecer truculento cuando despotricaba contra la extrema derecha, la tortura francesa en Argelia. O se batía por los inmigrantes y otros indocumentados, los derechos de autor, la excepción cultural francesa…
Tampoco le iban las capillas, habituales entre cinéfilos. Tavernier amaba el cine en general y profesaba un culto por aquel que la nouvelle vague llamaba despectivamente
la qualité française: las obras de Renoir, Duvivier, Carné, Autant-lara.
En su juventud parisina llegó a crear un cine club para rehabilitar el cine hollywoodiense de los cuarenta y cincuenta, que había dejado de proyectarse. De la teoría a la práctica. Un camino que prosiguió, desde 1964, cuando se convierte en responsable de prensa del productor Georges de Beauregard, y que le sirvió para cincelar su panoplia de actor, autor, guionista, asistente de producción y de dirección. E incluso rodar, con el beneplácito de Beauregard, dos cortos para esos filmes patchwork que tuvieron breve moda. Madurez en el tajo que explica la fuerza de su técnica, desde su ópera prima.
Su amor por todo el cine francés y su legislación tan particular, solidificada por Jack Lang desde el Ministerio de Cultura, que le dio apoyo industrial, no impedía que Tavernier le fuera infiel con el cine norteamericano de clase B en general y el western en particular.
Influencia o escritura propia, varios de sus mejores filmes (Capitán Conan, Un domingo en el campo…)
dominaron dos ciencias raras en cineastas franceses: filmar el espacio y contar con épica la historia.
Como el cine es una creación colectiva y Lyon la capital gastronómica de Francia, muchos compartieron mesa con este ogro benévolo, que como buen sabio de sobremesa no establecía categorías de gente ni de conocimientos, y discutía con la misma seriedad fecha de un rodaje, origen de un vino o suculencia de un queso Saint-marcellin. Por eso se decía que, como en el caso de Claude Chabrol, sus platós improvisados nunca caían lejos de un buen plato.