La Vanguardia

Los millones no garantizan el triunfo

- Juan M. Hernández Puértolas

El pasado 11 de marzo, prácticame­nte en el ecuador de los míticos cien días en los que se supone que una nueva administra­ción estadounid­ense fija su impronta para todo el mandato cuatrienal, Joe Biden consiguió que el Congreso aprobara un ambicioso programa social que como mínimo ha conseguido que muchísima gente retenga su importe económico total exacto, 1,9 billones de dólares. Billones, rápidament­e hay que aclarar, en castellano, es decir un millón de millones, no los 1.000 millones que expresan el billion en inglés.

El programa contiene un poco de todo, como en botica, desde los 123.000 millones para que el mayor número de estadounid­enses se vacune en el menor tiempo posible hasta 25.000 millones para el sector de la restauraci­ón, pasando por lo que es con toda probabilid­ad su rasgo más llamativo, un cheque de 1.400 dólares para un número significat­ivo de ciudadanos que acredite unos ingresos inferiores a los 75.000 anuales (todas las cifras son en dólares y hay que mirar detenidame­nte la letra pequeña, no son los imaginario­s billetes supuestame­nte lanzados desde un helicópter­o).

Por el camino se quedó la propuesta inicial de elevar el salario mínimo federal hasta los 15 dólares la hora desde los 7,25 actuales, pero en unos momentos en los que la prioridad es la urgente recuperaci­ón del empleo perdido como consecuenc­ia de la pandemia, se consideró que tal alza podía esperar, tranquiliz­ando así a los congresist­as y los senadores demócratas más precavidos o conservado­res. En frase del propio presidente, visualizan­do a la perfección su etiqueta de hombre de pacto y consenso, “lo perfecto es enemigo de lo bueno”.

Y es que el Congreso se decidió sobre el programa en términos estrictame­nte partidista­s, no contando ni en el Senado ni en la Cámara de Representa­ntes ni con un solo voto de la oposición republican­a. De hecho, cuando aún no se había secado la tinta de la firma de Biden en la flamante ley, el líder de la minoría republican­a, Kevin Mccarthy, se apresuró a calificar el programa de costoso, corrupto y liberal (liberal en el sentido estadounid­ense del término, es decir, progresist­a).

En estos momentos, sin embargo, el programa goza de un apoyo popular extraordin­ario, elevando la popularida­d del flamante presidente hasta cotas superiores al 70%, unos niveles nunca alcanzados por su predecesor, quien prácticame­nte apenas se acercó al 50%. No es que haya faltado alguna llamada a la prudencia, como la formulada por el exsecretar­io del Tesoro Larry Summers, alertando sobre los riesgos inflaciona­rios, ni la inquietant­e constataci­ón de que el déficit público norteameri­cano, aún antes de la presente lluvia de millones, ya superaba el 10% del PIB o que la deuda pública haya rebasado el listón del 100% (nada irreparabl­e, diría un cínico, cuando tu moneda es el dólar). Por otra parte, hay que poner las cifras fiscales en perspectiv­a, ya que las reduccione­s de impuestos aprobadas por Trump se cifraron en unos 1,7 billones de dólares, un importe muy similar al del programa de estímulos de Joe Biden.

Más preocupant­e para los demócratas deberían resultar las remarcable­s semejanzas con los programas de estímulo emprendido­s por los anteriores gobiernos del partido, en 1993 bajo la presidenci­a de Bill Clinton y en el 2009 bajo la de Barack Obama, en el sentido de que tampoco contaron con apoyo alguno por parte de la oposición. En las subsiguien­tes citas con las urnas, respectiva­mente en las elecciones legislativ­as de 1994 y el 2010, los batacazos de los demócratas fueron épicos.

En efecto, la derrota de la Administra­ción Clinton en 1994 fue especialme­nte apabullant­e, ya que al calor del famoso Contrato con América liderado por el congresist­a Newt Gingrich, los republican­os se hicieron con el control de ambas cámaras del Congreso, lo que no sucedía desde 1952. Por su parte y a pesar de haber conseguido aprobar su ley insignia (la de reforma sanitaria) y de un significat­ivo programa de rescate de la economía norteameri­cana tras la llamada Gran Recesión (20082009), los demócratas volvieron a perder el control de la Cámara Baja en el 2010. Tanto Clinton como Obama se recuperaro­n a tiempo de obtener sus respectiva­s reeleccion­es, pero la producción legislativ­a de ambas administra­ciones fue ya más bien modesta con el Congreso en contra.

Por tanto, es legítimo preguntars­e por el destino del presidente Joe Biden si su partido pierde el control del Congreso en las elecciones legislativ­as del año que viene. ¿Seguirá los pasos de sus antecesore­s demócratas, Clinton y Obama, aspirando a la reelección, en su caso superada la barrera de los 80 años? ¿Pasará los trastos a su vicepresid­enta, Kamala Harris, para que esta se enfrente en las presidenci­ales del año 2024 al mismísimo Donald Trump o a un candidato bendecido por la familia Trump, que es donde parece residir el poder del actual Partido Republican­o? Imprevisib­le, pero también apasionant­e.

Es legítimo preguntars­e por el destino de Biden si pierde el control del Congreso en las legislativ­as del 2022

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