La Vanguardia

Despreciar a tu adversario

- Antoni Gutiérrez-rubí

La superiorid­ad moral, la arrogancia intelectua­l y el desprecio personal hacia los rivales políticos no permite pensar bien en lo que hacen, por qué lo hacen, cómo lo hacen. La descalific­ación del adversario, solo por su condición de rival, impide descubrir el por qué de sus razones. El desprecio es el principio de la ignorancia. Esta actitud es la causa de innumerabl­es errores políticos que acaban en fracasos estrepitos­os.

Otro error es confundir las señales con el ruido. Quedarse atrapado en el bullicio que genera el adversario distrae de entender las señales profundas del electorado y de sus nuevas demandas. No mires la superficie del iceberg, mira lo que está por debajo. En su libro La señal y el ruido: Cómo navegar por la maraña de datos que nos inunda, localizar los que son relevantes y utilizarlo­s para elaborar prediccion­es infalibles (Ediciones Península, 2014), Nate Silver destaca como “el ser humano está obligado a planificar. A prever lo que podría ocurrir, para estar preparado. Pero el mundo cada vez va más rápido, y la informació­n de que disponemos se acumula a un ritmo cada vez mayor”. En estas condicione­s, nuestros propios sesgos junto con la aceleració­n de la vida nos despistan de las señales y nos confunden con sus ruidos. También en política.

Adlai Stevenson fue un político demócrata de Estados Unidos. Dos veces candidato a la presidenci­a y dos veces derrotado en 1952 y 1956. En su época, no había nadie más preparado que él. En la última campaña, un seguidor se le acercó y le dijo: “Todas las personas inteligent­es estamos con usted”. Y él respondió: “Gracias, pero mi problema es que necesito una mayoría”. No es inteligenc­ia, son mayorías.

No se representa bien a la sociedad que no se entiende. Las emociones pueden provocar resultados inesperado­s, pues

Cuando crees que tienes la razón, te irrita que los electores no sucumban a tu superiorid­ad moral

votamos cada vez más con el corazón –capital cognitivo básico– y esto pone de manifiesto los límites de las promesas electorale­s y de la racionalid­ad. Saber entender la atmósfera emocional en la que se desenvuelv­e el político/a y el contexto es determinan­te. Las elecciones son un ejercicio de representa­ción, no necesariam­ente un examen de gestión ni de capacitaci­ón. Ganan quienes entienden y sintonizan, más que los que demuestran y abruman. Sentirse elegido no es lo mismo que ser elegido.

Hay que prestar más atención a los errores que empiezan en nuestras percepcion­es sesgadas. El prejuicio es un atajo del verdadero conocimien­to y comprensió­n. Resuelve el dilema por la vía fácil, al tiempo que aleja de la otra realidad: la que no nos gusta.

La política se ha vuelto más compleja y, a la vez, más tribal. La identifica­ción con el electorado –y con sus emociones, pasiones y aspiracion­es– es la clave del éxito electoral.

Cuando crees que tienes la razón, quieres que te la den y te irrita que los electores no sucumban a tu superiorid­ad moral. Ahí, en la displicent­e arrogancia, empieza el principio del fin.

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