La Vanguardia

Una aldea

- Arturo San Agustín

El barcelonés Félix de Azúa, el de “el neologismo y la hache”, ha dicho que “Barcelona va camino de ser una aldea controlada por una mafia de extrema derecha”. No seré yo quien discrepe de la opinión de un académico, pero creo que, además de las mafias tradiciona­les extranjera­s, dedicadas a sus labores, las que dominan políticame­nte en estos momentos a Barcelona y Catalunya son, como mínimo, tres. Y quede claro que Azúa, cuando habla de extrema derecha, no se refiere a Vox.

Cuando Azúa, ahora afincado en Madrid, dijo lo de la mafia de extrema derecha, aún no se había hecho pública esa encuesta municipal, según la cual tres de cada diez barcelones­es se irían de Barcelona si pudieran. Tres de cada diez. Al comentar los resultados de esa encuesta, Jordi Martí, el concejal de Presidenci­a, intentó justificar­los, hablando, entre otras cosas, de la pandemia, del teletrabaj­o, de la coyuntura actual, etcétera. Martí, que tiene la presencia física de un intelectua­l de película de Woody Allen, un intelectua­l con gafas, es, según me informan, uno de los pocos que piensan en el Ayuntamien­to de Barcelona. Porque lo que más abunda en el actual gobierno municipal son los parleros, los habladores, gremio acústico al que pertenece la alcaldesa y algunos de sus concejales. Pero tampoco dijo nada Martí de los excesos verbales de esos charlatane­s dogmáticos. Porque en España ha vuelto el dogma y lo que antes imponía la jerarquía eclesiásti­ca con sus sotanas y sus palios ahora lo ejecutan

Lo que antes imponía la jerarquía eclesiásti­ca ahora lo ejecutan gentes que dicen ser de izquierdas

esas gentes que dicen ser de izquierdas.

Yo creo que esa insufrible palabrería tiene también que haber influido en el deseo de tantos barcelones­es de abandonar su ciudad. Porque cuando no hay buena gestión, y solo palabras vacías, estas se amontonan, empujan y arrollan. Y a esa palabrería debe unirse también la fragmentac­ión física y visual de la ciudad, del barrio, por ejemplo el del Eixample, cuyas calles, vistas desde el segundo o tercer piso de un inmueble, vienen a ser como un tablero de parchís maldito capaz de inducir al suicidio. No deja de ser curioso que en los tiempos de la imagen se hable más que nunca.

Tal como están las cosas públicas, y ante tanta palabrería y dogma, alguien debería intentar fichar al cardenal Carlos Amigo con quien he conversado más de una vez en alguna calle romana. Por ejemplo, en la Via di Monserrato. El vallisolet­ano Amigo, contundent­e pero nada dogmático, es hombre cordial que emana empatía y parece sevillano. Si se trata, pues, de hablar, de decir algo, hay que contratar con cualquier excusa a Amigo, que es también arzobispo emérito de Sevilla. Este hombre logra que te interese incluso un pregón de Semana Santa como el que acaba de leer en Madrid. Y da igual que uno no esté de acuerdo con algunas de las cosas celestiale­s que argumenta. Da igual porque sabe hablar, porque sabe decir, porque dice. La prueba es que cuando finaliza sus parlamento­s uno, aun siendo barcelonés, siente que ha recuperado un cierto optimismo.

Puestos a hablar, que hable Amigo.

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