Mendoza concluye la trilogía de Rufo Batalla
La Vanguardia publica un fragmento de Transbordo en Moscú (Seix Barral), la nueva novela de Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), que completa la trilogía Las tres leyes del movimiento, protagonizada por Rufo Batalla (marido ejemplar de día, agente secreto de noche). Después de El rey recibe y El negociado
EL SUPLEMENTO CULTURA/S PUBLICA ESTE SÁBADO LA RESEÑA DEL NUEVO LIBRO DE MENDOZA
del yin i el yang, Mendoza sitúa ahora la acción en la etapa final del siglo XX, en la que Rufo Batalla vive dividido entre lo que pretende ser una vida tranquila, casado con una rica heredera, y su compromiso con el príncipe Tukuulo, pretendiente de un trono de opereta, que se ve en un compromiso.
TRANSBORDO EN MOSCÚ
EDUARDO MENDOZA
Seix Barral
“Al final nos acabó casando el obispo en Pedralbes, un bodorrio con más de 300 invitados”
La primera ley del movimiento de Newton es la de la inercia; la segunda es la de la dinámica. La tercera ley es la del movimiento propiamente dicho, y se formula del siguiente modo: cuando un cuerpo ejerce una fuerza sobre otro, éste ejerce sobre el primero una fuerza igual y de sentido opuesto.
It was the age of wisdom, it was the age of foolish ness, it was the epoch of belief, it was the epoch of incredulity.
Barcelona (de nuestros enviados especiales)
PREGUNTA. —Dentro de unos días vas a contraer matrimonio. ¿Qué significa para ti este acontecimiento?
RESPUESTA. —Bueno, verá, esta boda, como todas las bodas, es importante para los contrayentes, para sus allegados y para nadie más. Desde el punto de vista social, tiene la importancia que el público y los medios de difusión le quieran dar. Ustedes se mostraron interesados y aquí estoy yo, a su entera disposición.
Yo quería casarme del modo más discreto posible, en el registro civil, con dos testigos y media docena de familiares. Al final nos acabó casando el obispo en Pedralbes, con la iglesia abarrotada, y luego hubo un bodorrio con más de trescientos invitados. Naturalmente, habría podido oponerme, pero a la hora de la verdad, como de costumbre, me faltaron valor, energía y argumentos de peso. En el fondo, Carol estaba de acuerdo conmigo, pero los dos éramos conscientes de que, si queríamos seguir disfrutando de la fortuna familiar y sus consiguientes privilegios sociales, no había más remedio que transigir en las formas. En el último momento, para salvar un ápice de dignidad, decidí elegir la música que había de acompañar la ceremonia. A regañadientes me dejaron hacer alguna propuesta, pero cuando oyeron un fragmento de la Missa in tempore belli de Haydn se quedaron horrorizados. Mi suegra dijo que aquella música era propia de un funeral y me preguntó si unos compases lúgubres reflejaban mi estado de ánimo. La tranquilicé al respecto, retiré la propuesta, acepté la repelente Marcha Nupcial de Mendelssohn y no me opuse a que animara la fiesta Gato Pérez.
Mi futura suegra estaba tan preocupada por mí como por su hija. Llevada de su extraña actitud ante la vida, Carol había encargado a Pedro Rodríguez un vestido de novia que resaltaba su embarazo. Después de mucho rogar, de apelar a todo tipo de sentimientos y de hacer algunos pucheros, la pobre mujer consiguió que su hija llevara un vestido blanco con pliegues y perifollos que disimulaban su estado, aunque a aquellas alturas ningún invitado ignoraba las razones de un enlace tan precipitado y, desde el punto de vista de la novia, tan poco conveniente.
Como ocurre en los círculos cerrados de las sociedades peaquella queñas, el empeño en guardar un secreto dio pábulo a habladurías de todo tipo y la prensa no tardó en interesarse por un acontecimiento de todo punto intrascendente pero que estaba en boca de todos. Como de los protagonistas del suceso yo debía de parecerles el más vulnerable, un par de periodistas me pidieron que les concediera una entrevista una semana antes de la boda.
De buena gana los habría enviado a paseo y seguramente en ocasión mis futuros suegros, que no rehuían la ostentación pero consideraban ruin el chismorreo, habrían aprobado mi actitud, pero, después de dar muchas vueltas al asunto, me dejé influir por el recuerdo de una situación similar y accedí a ser entrevistado.
Años atrás, recién acabados mis estudios, conseguí, más por enchufe que por méritos propios, un trabajo de ínfima categoría en un periódico de Barcelona. Al cabo de unos meses, por una mezcla de azar y negligencia, me enviaron a Mallorca a cubrir la boda de un príncipe llamado Tadeusz Maria Clementij Tukuulo, presunto heredero y pretendiente al trono de Livonia, con una señorita de la alta sociedad inglesa que, de casada, adoptó el nombre de Queen Isabella. De una serie de casualidades y equívocos surgió entre mi persona y aquellos pintorescos personajes una relación que marcó mi vida. Hacía tiempo que había perdido contacto con aquellos dos inofensivos simuladores y la sensatez me aconsejaba seguir manteniéndome alejado de ellos y de sus ilusorios proyectos, pero no conseguía sustraerme a su recuerdo e incluso albergaba dudas sobre lo irrealizable de sus pretensiones, porque en aquellos años el colosal edificio soviético empezaba a dar muestras de agotamiento e inestabilidad y todo podía pasar en aquella parte del mundo.
Y si bien en vísperas de mi boda el declive de la URSS y sus adláteres estaba muy alejado de mis preocupaciones, me dejé llevar por una solidaridad malentendida y concedí una entrevista a unos reporteros jóvenes y animosos. Sólo cuando estuvimos frente a frente comprendí que los tiempos habían cambiado y también los modales de la gente.
PREGUNTA. —¿Eres consciente de que con este matrimonio pasas a formar parte de la clase capitalista y opresora?
RESPUESTA. —Yo me caso con una persona, no con una clase social. Y no creo que mi enlace incida mucho en la justa redistribución de la riqueza.
La hostilidad por parte del entrevistador habría sido inimaginable en mi breve etapa de corresponsal, pero ahora una nueva generación de periodistas consideraba una exigencia deontológica acosar al entrevistado hasta hacerle perder la compostura e inducirle a mostrar su falsedad y sus ignominiosas intenciones. No era a mí a quien iban a pillar con aquellas triquiñuelas, pero en su burda acusación había una buena parte de verdad. (...)