David Cameron
Ex primer ministro británico
El primer ministro británico que perdió el referéndum del Brexit ha estado ejerciendo presión sobre su Gobierno para que dedicara fondos destinados a la recuperación económica tras la pandemia a una firma en que tenía millones en acciones. /
David Cameron ya tenía garantizado un lugar en el panteón de los primeros ministros más incautos (y peores) en la historia del Reino Unido gracias a su disparatada decisión de convocar el referéndum del Brexit sin presión política alguna para hacerlo, en dura competencia con Neville Chamberlain (acercamiento a Hitler), Anthony Eden (debacle de Suez) y Lord North (pérdida de las colonias americanas). Ahora también va a pasar a los anales por ser corrupto.
No por corrupto en base a la ley, que es generosa con los políticos en todas las latitudes, sino en el juicio de la opinión pública, que no entiende demasiado eso de las puertas giratorias, que los líderes al retirarse sean contratados por los lobbies o las empresas a los que han echado un cable, en una mezcla con tufillo desagradable del interés público y el privado. Cameron no va a ir a los tribunales, y menos aún a la cárcel, pero su imagen ha quedado destrozada. Nunca fue considerado un gran intelecto, pero se le tenía por una persona honrada y respetable.
La percepción ha cambiado de golpe con la revelación de que el ex primer ministro, en los últimos meses, ha estado haciendo intensamente lobby para que el Gobierno dedicara fondos de la lucha contra la pandemia a evitar la quiebra de una empresa australiana de finanzas para la que trabaja, y en la que tiene acciones valoradas en casi ochenta millones de euros. Las gestiones no le han servido de nada, porque Boris Johnson solo ayuda a sus amigos, pero problemas de dinero no va a tener, ya que el padre y el padrastro de su mujer Samantha son inmensamente ricos.
Cameron quería codearse con sus amigos multimillonarios, esos que van en yate por las islas griegas, pasan las vacaciones en Mustique y tienen segundas residencias en los Costwolds o la Toscana, un círculo en el que no es lo mismo haber heredado el dinero o tenerlo de familia que habérselo ganado, con mejores o peores artes. Y como él no es un cirujano, ni una figura del mundo del espectáculo, ni un ex primer ministro destacado por su talento, quería dar un golpe en el gran casino de las finanzas globales. Ser alguien.
La relación de Cameron con Rex Greensill viene de largo. Cuando ocupaba Downing Street, el tiburón australiano le vendió su proyecto de ocuparse de hacer los pagos de los ministerios del Gobierno, normalmente lentos por la burocracia estatal, de una manera mucho más rápida y ágil a cambio de una comisión. La más segura de las operaciones, con riesgo prácticamente cero, respaldada por el Tesoro.
Cameron dio a Greenhill un puesto de asesor de la Administración y hasta un despacho en Downing Street. Y aunque la mayoría de propuestas de su asociado y amigo fueron descartadas como una locura (bastaba con que el Estado pagase más deprisa para ahorrarse una fortuna sin necesidad de intermediarios), consiguió encargarse de reembolsar a las farmacias el coste de las medicinas que les compraba
El ex primer ministro intentó que fondos de la pandemia se usaran para rescatar a la firma donde ahora trabaja
el NHS (la sanidad pública británica), y recuperar unas semanas más tarde el dinero, más la comisión.
A cambio de ese trato de favor (que estrictamente, según la legislación del Reino Unido, no es ilegal aunque de moralidad cuestionable), Cameron pasó a trabajar para Greenhill solo dos años después de retirarse de la política tras perder el referéndum del Brexit. Cobró un sueldo magnífico, viajó en los jets privados de la firma y acompañó al jefe, entre otros lugares, a Arabia Saudí, para hacer lobby ante el príncipe Mohamed bin Salman, considerado responsable del asesinato del periodista Jamal Khashoggi.
Cuando Greenhill se vio al borde de la bancarrota, su dueño pidió a Cameron que le echara un cable, y el expremier escribió al ministro de Economía Rishi Sunak y se reunió diez veces con subalternos suyos y dirigentes del Banco de Inglaterra y del Tesoro, para que la empresa australiana se beneficiara de los fondos del Gobierno para paliar el impacto de la pandemia, pagando los sueldos de los trabajadores en ERTE y rescatando a empresas en apuros. Finalmente la respuesta fue que no. El político conservador ha perdido ochenta millones de euros en acciones que ahora no valen nada. Pero sobre todo su reputación.