La Vanguardia

Apuntar a las estrellas

- John Carlin

Cuando camino cuesta arriba y llevo puesta la mascarilla encuentro que tengo que hacer más esfuerzo de lo habitual para respirar. Será que estoy en pésima condición física, pero dudo que sea el único. Lo menciono porque leo esta semana que, según las nuevas reglas impuestas por el Gobierno español, tendré que usar la mascarilla en todas partes cuando salga de casa, aunque no exista contacto visual con otro ser humano. La regla se mantendrá, dicen, hasta que acabe la pandemia.

O sea, puedo estar caminando solo por los Pirineos y si no llevo la mascarilla existe el riesgo de que me sorprenda un helicópter­o de la Guardia Civil, o que me hagan una foto desde el espacio, y me impongan una multa. Contra este riesgo existen otros: que por falta de oxígeno pierda el conocimien­to y me devoren los lobos; que me agote, me resbale y me caiga por un precipicio; o que la indignació­n ante semejante estupidez me provoque un infarto.

Riesgo debería ser la palabra del año. La principal tarea de los gobiernos del mundo durante los últimos doce meses ha sido la evaluación del riesgo. En función de sus conclusion­es han determinad­o qué medidas imponer para lo que consideran el bien general.

Han puesto en la balanza, por un lado, el riesgo de múltiples bancarrota­s y de desempleo masivo, el riesgo de que mucha más gente de lo habitual muera de cáncer o de enfermedad­es cardiovasc­ulares y el riesgo para la salud mental, especialme­nte la de los jóvenes. Y en el otro lado de la balanza han puesto el riesgo de muerte que ocasiona el coronaviru­s, el riesgo de que los hospitales no den abasto y también, complicand­o aún más la cuestión, el riesgo que la pandemia representa para la economía. En la mayoría de los casos lo han tenido claro. Han elegido la segunda opción. La prioridad ha sido evitar a toda costa la propagació­n del virus.

Si se equivocan, bueno, lo importante es que nadie les pueda acusar de haber puesto vidas en peligro. Hay algunos, quizá muchos, que discrepan, que no querrán pagar el precio que esto implica para la libertad personal. Pero es fácil opinar sobre lo que deberían o no deberían hacer los gobiernos. Es fácil, por ejemplo, para mí, sentado aquí frente a mi ordenador, a salvo hasta ahora del virus. Nadie puede envidiar las decisiones que han tenido que tomar los que mandan, y se entiende que se hayan decantado por el lado de la cautela.

Entenderlo no significa estar ciegamente de acuerdo. No cuestionar es de borregos, y lo fue especialme­nte al principio de la pandemia, cuando casi todo estaba en duda, los matices abundaban y nadie tenía la fórmula perfecta. Los gobiernos europeos animaban el debate al responder con soluciones muy dispares.

Vivo en Barcelona, pero siempre tengo un ojo puesto en el país donde nací, el Reino Unido. La confusión general se observa en cómo cada uno reaccionó a la invasión del malvado bichito invisible. En la época de mayor ignorancia y pánico –en marzo, abril y mayo del año pasado– el confinamie­nto fue mucho más duro aquí que allá. En España solo podíamos salir de casa a comprar comida, y siempre con mascarilla; en Inglaterra podían salir a pasear sin la cara cubierta si así lo deseaban.

Todo cambió en septiembre. Desde entonces el confinamie­nto ha sido más duro allá que acá. Los colegios británicos, a diferencia de los españoles, han estado innecesari­amente cerrados hasta hace un par de semanas. Los bares y los restaurant­es se abrirán este mes. Londres ha sido una ciudad fantasma todo el invierno; en Barcelona hemos tenido que salir siempre con las caras cubiertas pero por lo demás hemos vivido, hasta el toque de queda nocturno, un clima de relativa normalidad.

¿Qué pasó? ¿Cada país tomó su decisión según las eternas verdades de la ciencia? En parte, sí, dirán, pero influyó mucho la política. Los españoles se hartaron de sus arrestos domiciliar­ios; los británicos temieron que no se había hecho lo suficiente para frenar el virus. Y los gobiernos respondier­on en función del sentimient­o predominan­te en cada país.

Una vez más se entiende, pero hoy la situación ha cambiado. Hemos pasado de la defensa al contraataq­ue y lo que se ha demostrado es que asumir riesgos tiene sus ventajas. El miedo no es siempre el mejor consejero. Hay que tener criterio para saber cuándo apretar y cuándo aflojar, y también una cierta valentía.

Los británicos se la han jugado mucho más con las vacunas y han acertado. Hace un año, cuando se empezó a explorar la posibilida­d de un antídoto al virus, los británicos tiraron la casa por la ventana mientras que en España y en el resto de la Unión Europea insistiero­n, como viejitos desconcert­ados, en proteger sus ahorros.

Imaginemos que la apuesta por las vacunas hubiera sido un juego de ruleta. Imaginemos que los jugadores fueron la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el primer ministro británico, Boris Johnson. Von der Leyen apostó una ficha. Johnson, en plan James Bond, las apostó todas.

Johnson ganó. Si ahora en el Reino Unido han vacunado a cinco veces más personas por habitante que en la Unión Europea es porque firmaron contratos megamillon­arios con las farmacéuti­cas cuando aún no estaba nada claro que las inversione­s valdrían la pena. Si el resto del mundo ahora tiene acceso a vacunas antivirus es en parte porque los británicos y, con más dinero, los estadounid­enses apostaron por los experiment­os que se estaban llevando a cabo en los laboratori­os cuando aún no había ninguna seguridad de que darían resultado. El optimismo venció al pesimismo. Emmanuel Macron, el presidente francés, lo reconoció en una entrevista la semana pasada. “No apuntamos a las estrellas”, dijo. “Nos faltó ambición, nos faltó la locura, diría, para decir: es posible, hagámoslo. Debería ser una lección para todos nosotros”.

Pero los europeos aún no han aprendido la lección. La Unión Europea se ha sumado al contraataq­ue con demasiada timidez. Han tardado en autorizar tanto las vacunas como los centros donde las fabrican; han sembrado dudas, de manera criminalme­nte irresponsa­ble, sobre la más asequible de las vacunas, la manifiesta­mente eficaz Astrazenec­a.

Es perdonable que los gobiernos hubieran respondido de manera confusa cuando un enemigo tan letal y desconocid­o como el coronaviru­s acosaba los muros de sus ciudadelas. Es comprensib­le que insistan hoy en cuidar la retaguardi­a. Pero no es ni comprensib­le ni perdonable seguir siendo tan temerosos cuando por fin poseemos las armas, verificada­s por la ciencia, para ganar la guerra, cuando lo que los tiempos exigen para acabar con la pesadilla es ambición, audacia y fe.

La principal tarea de los gobiernos del mundo los últimos doce meses ha sido

la evaluación del riesgo

Hemos pasado de la defensa al contraataq­ue, y la cautela no es la mejor consejera

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ORIOL MALET
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