La Vanguardia

Barcelona de resurrecci­ón

- Llucia Ramis

Con la primera crisis del milenio, muchos amigos se fueron de Barcelona. A esa edad en la que esperas incorporar­te a la vida adulta, no encontraba­n trabajo que les permitiera un alquiler (comprar un piso era imposible). Se mudaron a Estados Unidos, Berlín, París, Inglaterra. La mayoría sigue allí. Se dedican a la cultura, la investigac­ión o la medicina. Han formado una familia y los hay que han abierto su propio negocio, para el que aquí todo eran pegas. Otros viven en Perú, Madrid, el Maresme. A veces echan de menos una ciudad que ya no existe, o que no existió nunca.

Odiábamos Barcelona en el 2008, y así lo hicimos constar en un libro que entonces fue muy criticado, y que hoy se ha quedado pueril, de tan inofensivo. Faltan infraestru­cturas capaces de mantener la ambición tontaina de una urbe que quería ponerse guapa para ser la tienda más grande del mundo, según dos eslóganes que hicieron fortuna. Es decir, para venderse a los demás, antes que cuidar a sus residentes. Barcelona fue la primera influencer, entendiend­o como tal ese quieroynop­uedismo de quienes aspiran a vivir como los famosos, convirtién­dose en seres anuncio, esclavos de la autopromoc­ión. Y lo logró, pero a qué precio.

Tras esa pose tan sofisticad­a apenas hay nada, cero profundida­d, poco interés. Está vacía, como los edificios del Eixample de los que solo se conserva una bonita fachada y detrás de los cuales ahora hay pisos turísticos sin inquilinos. Es cara y se ofrece a precio de saldo. Se ha romantizad­o a sí misma, y acepta que le canten como a una musa veraniega, en vez de definir una identidad propia y ser ella la creadora. De manera que, cuando ha dejado de inspirar, juguete roto, se arrastra con cierto patetismo para que le hagan caso.

Es lo que se desprende de la campaña de Turisme de Barcelona que pretende captar a los europeos para que teletrabaj­en desde aquí, con el lema: “Move your desk, change your life”. O sea, para que mantengan el decorado de l’oficina més gran del món, soleada y con vistas al mar. Mientras tanto, el 30% de los barcelones­es se iría de la ciudad, según una encuesta del Ayuntamien­to (hecha, eso sí, en plena segunda ola, cuando era más aburrida que nunca). Otros ya se fueron hace tiempo porque no les quedó más remedio.

Barcelona podría volver a la vida si, en vez de expulsar el talento propio, le facilitara las cosas para que se quede. Estaría orgullosa de sí misma y con razón, sería fuerte y atractiva. En caso contrario, quizá resucite, pero convertida en un zombi.

Cuando la ciudad ha dejado de inspirar, juguete roto, se arrastra para que le hagan caso

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