Pascua fruto y exigencia de amor
Antes de entrar en su pasión, muerte y resurrección, Jesús pedía a sus amigos “manteneos en el amor que os tengo... Mi mandamiento es que os amáis los unos a los otros tal como yo os he amado” (Jo 15,9.12). Son palabras de la despedida a los discípulos, cuando les entregaba la eucaristía, los lavaba los pies, rogaba largamente por la unidad y les daba el mandamiento nuevo del amor. Volvería al cabo de tres días a aquel mismo Cenáculo para anunciarlas la Paz y la Vida para siempre, después de resucitar de entre los muertos para no morir nunca más y para dar vida en el mundo.
De ser un suplicio con una muerte atroz y dolorosa, alargada penosamente, porque se dejaba agonizar el ajusticiado tres o más días, hasta que la asfixia y el colapso le llegara, a partir de la muerte de Jesús, la cruz se ha convertido en símbolo universal de donación y de amor, de comunión con todos los oprimidos de la tierra y de sacrificio de uno solo por el bien de todo el pueblo. La cruz hace darse cuenta de cómo es de grande y de profundo el amor del Señor que se da del todo, y que con su Resurrección inaugura una vida nueva, hecha de amor puro total y eterno. Podemos estar seguros de que, solo desde el amor, entraremos en el dinamismo de la Pascua, y solo desde la mirada del discípulo querido comprenderemos que la pasión, la cruz y la resurrección de Cristo son el triunfo definitivo del amor. El amor existe y ya no muere más.
Desde la perspectiva de Jesús, la Pascua significa el amor de Dios por su Hijo, que no lo abandona en la muerte, sino que lo ama, está complacido con su Hijo, que lo ha obedecido haciendo su voluntad por encima de todo. “Eres mi Hijo, mi amado; en ti me he complacido” (Lc 3,22). Ha empezado un dinamismo nuevo de amor, de entrega. Por eso las imágenes de la Pascua son el lavado de los pies, el pan repartido, la cruz subida que todo lo atrae, y el sepulcro vacío que nos remite a una nueva presencia del Resuscitado, que se aparece y que se puede reconocer a través del amor.
¿Y desde la perspectiva de los discípulos? ¿O de la nuestra, hombres y mujeres inmersos en tiempo de secularización? La Pascua es el amor de un Dios débil y crucificado que viene a buscar a los extraviados y vencidos por las heridas y el peso de la vida, y los compromete a trabajar por la vida de todos. De la Pascua brota el compromiso con los pobres, con los niños y los abuelos desvalidos, el tesón en la defensa de toda vida, desde el vientre materno hasta la muerte natural, el trabajo por la cultura de la vida y no de la muerte, el reparto justo de los bienes para que en todos aproveche aquello que es de todos, el testimonio valiente de la fe y el respeto por todas las personas y sus derechos.
El Papa, en su encíclica reciente “sobre la fraternidad y la amistad social”, que empieza con la expresión que S. Francisco de Asís utilizaba para dirigirse a todo el mundo, “Fratelli tutti, Hermanos todos”, nos invita a amarnos los unos a los otros, superando el propio marco geográfico, cultural y hasta religioso. El Papa como fruto de la Pascua invita a repensar la dimensión universal de la doctrina evangélica sobre el amor fraterno, profundizando la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,25-37). Del lado de Cristo crucificado y del encuentro con el misterio de una nueva presencia, nace una nueva manera de ser persona, sin encerrarse en el egoísmo y cultivando el cuidado del hermano. Desde la Pascua de Jesús, propongámonos vivir el “milagro de la bondad” que todo lo transforma.
El Papa como fruto de la Pascua invita a repensar la dimensión del evangelio sobre el amor fraterno