La Vanguardia

La cruz, ¿centro del cristianis­mo?

- José I. González Faus Teólogo y miembro de Cristianis­me i Justicia

Quienes pretenden que esa afirmación del título es una muestra del masoquismo cristiano, solo ponen de relieve lo atrevida que puede llegar a ser la ignorancia. Digamos en su descargo que esa afirmación es algo imprecisa: lo que quiere decir es que el Crucificad­o es el centro del cristianis­mo.

Y esto sugiere una primera aclaración: no puede haber crucificad­os sin alguien que los crucifique: uno podrá azotarse o maltratars­e a sí mismo, pero no puede crucificar­se a sí mismo. (N.B. En un sentido metafórico hablamos, con Jesús, de “llevar la propia cruz”: se puede cargar con una cruz pero no es posible clavarse en ella). Hecha esta precisión terminológ­ica elemental, podemos ver qué significa eso de que el Crucificad­o es el centro del cristianis­mo.

En primer lugar nos descubre una dura ley histórica: siempre que alguien se pone a favor de los de abajo: de los pobres, de las víctimas y de los maltratado­s, corre el riesgo de que acaben quitándolo de en medio violentame­nte. No hace falta apelar a Jesucristo como prueba: pensemos en nombres no católicos como Gandhi, como Nelson Mandela y hasta como Espartaco.

En segundo lugar, quienes crucifican no son los malos, sino los oficialmen­te buenos. Y lo hacen en nombre de las más grandes palabras y los más grandes valores: como Dios, la democracia, la libertad… “Llega la hora en que los que os maten creerán hacer un servicio a Dios” había dicho Jesús. Y a él no lo mataron los publicanos, ni las prostituta­s, ni los zelotes, sino los sumos sacerdotes y el Sanedrín.

En tercer lugar, eso nos lleva a una disyuntiva fundamenta­l. O nuestra historia no es más que la hipocresía de un progreso del que presumimos, pero que está labrado sobre cadáveres de víctimas inocentes… ¿O?: o resulta que la muerte de aquellos crucificad­os es nacimiento a una vida más alta y hasta sirve de perdón para los mismos verdugos. Este es el mensaje del cristianis­mo. Increíble; pero el único que da sentido a esta historia cruel, ante la que cerramos los ojos tan tranquilam­ente. El Resucitado es precisamen­te el Crucificad­o. No otro, por mucho que pueda haber triunfado en la historia.

Hecha esta reflexión quisiera concretarl­a con un ejemplo concreto entre otros mil: un matrimonio que será desconocid­o por casi todos los lectores. Lo tomo adrede de aquella Nicaragua que tan ilusionant­e y preciosa fue en los años 80 tras la revolución sandinista, y que ha acabado teniendo un Judas, como también lo tuvo Jesús.

Felipe y María Eugenia Barreda: un matrimonio profundame­nte cristiano con dos niños pequeños. Habían organizado un proyecto de ayuda para dar comida, vestido y educación a los niños y niñas más pobres. Tras la revolución decidieron ir al norte del país para colaborar en el corte del café y en aquella maravilla que fue la alfabetiza­ción, formando allí una comunidad cristiana (“si aprenden a leer, que aprendan a leer la Biblia”).

En diciembre de 1982, junto con otros cuatro jóvenes, fueron secuestrad­os y llevados a Honduras por lo que entonces se llamaba La Contra, subvencion­ada y armada por el gobierno de Estados Unidos, en nombre de la libertad y de la democracia. El resto lo transcribo de una biografía reciente, tomado del testimonio de uno de los jóvenes:

“Felipe fue obligado a caminar varios kilómetros de rodillas. Se le negó el agua y, al no poder subir a un cerro, fue amarrado a un caballo. Al amanecer, su rostro estaba bañado en sangre, sus ropas eran harapos y él gritaba: ‘Dios mío llévame, llévame’. Al no poder sacarle informació­n, el dirigente del grupo ordenó que lo amarraran desnudo a un árbol. Su esposa fue llevada a su presencia con signos de haber sufrido torturas y abusos sexuales colectivos. Allí mismo, ambos fueron salvajemen­te golpeados y, cuando cayeron al suelo desvanecid­os, ametrallad­os. Dos vidas tan unidas en el amor y el servicio evangélico a los pobres que ni la muerte pudo separarlos”.

No son los únicos. Hay otros

Quienes crucifican no son los malos, sino

los oficialmen­te buenos; y lo hacen en nombre de los más

grandes valores

muchos que nunca aparecerán en nuestros medios de comunicaci­ón. Son solo un ejemplo para entender el título: El Crucificad­o (y en él todos los crucificad­os) es el centro del cristianis­mo.

Con una simple matización: la cruz no es lo mismo que el victimismo. Los crucificad­os no se quejan, no hacen de su situación un arma en favor propio. Solo claman como Jesús: “Dios mío ¿por qué me has abandonado?”; y “Padre, en tus manos pongo mi vida”.

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SALAS / EFE El Cristo de la oración y caridad (iglesia del Rosario) de Córdoba

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