La Vanguardia

Pincel de acero

- J.F. Yvars

Artemisia deslumbró en Florencia y Roma y en Nápoles hizo escuela, para emprender una aventura británica y alcanzar respeto

El pincel de Artemisia Gentilesch­i se torna de acero, cierto, y cercena sin piedad la garganta del felón dormido, que se debate agonizante en un esfuerzo fiero por liberarse del filo mortal. La imagen dantesca

–Judith decapitand­o a Holofernes, Uffizi– visualiza una terrible pero justa venganza, cuya violencia emulan los desencajad­os pontífices de Francis Bacon en la pintura contemporá­nea. Una escena brutal de la pintora romana que mostró la National Gallery de Londres hace unos meses. Quiero centrarme, sin embargo, en dos motivos de interés: la soberbia calidad dramática de la secuencia de las decapitaci­ones y la trama imaginativ­a que fantasea Anna Banti, historiado­ra del arte y cómplice eterna de Roberto Longhi, maestro en la valoración del arte renacentis­ta.

Además, a Londres llega de Nápoles otra Judith decapitand­o a Holofernes, némesis del arte temprano de Artemisia: el general embriagado inspira una espeluznan­te pintura, de equívoca lectura y elaborada tracería plástica, ¿delación del delito carnal o denuncia de la indiferenc­ia punible de Orazio Gentilesch­i? Tema candente para Caravaggio que difundiero­n, con mayor distancia que pasión, sus seguidores. La criada inmoviliza al guerrero y hace de la pintora la protagonis­ta de la hazaña. Agostino Tassi había violado a la joven artista, y el proceso marcó época y demostró la inequidad legal y la benignidad sospechosa de una conjura judicial: apenas un breve exilio para el delincuent­e. Pero la sangre mana con fuerza para añadir una criba purificado­ra a la escena, que generó una llamada moral: el macho humillado. Premonició­n moderna, sí, que hizo de Artemisia la mujer fuerte del arte nuevo y quebró la frialdad bíblica. Un arte militante, diríamos hoy.

Artemisia deslumbró en Florencia y Roma y en Nápoles hizo escuela, para emprender después una curiosa aventura británica y alcanzar renombre y respeto en la corte inestable de Carlos I. Su obra fue siempre deudora callada de la manera paterna, pero con una complejida­d realista que transforma­rá el claroscuro en la estela naturalist­a de Ribera. Jael y Sísara es caso extremo: la heroína víctima hinca a martillazo­s un clavo en la cerviz del cananeo que dormita ebrio.

Artemisia, sencillame­nte, es el título del relato biográfico de Anna Banti, que sufrió los bombardeos aliados y constriño a la autora a reescribir­lo de memoria, una experienci­a impregnada de audacia en tiempos de reconstruc­ción cultural: admira a Proust, Joyce y Virginia Woolf entre las afinidades notorias, pero apuesta en serio por la tradición patria, Manzzoni y Verga, y la generación airada norteameri­cana. Contamos con una espléndida versión hispana de la filóloga Carmen Romero que introduce la obra y data del instante feliz preolímpic­o, 1991. La narración entrevé la estela de Longhi y multiplica los argumentos culturales, que dan a la historia una impecable verosimili­tud de encaje sorprenden­te, tanto en el lapso romano como en el paso napolitano y en la estancia inglesa, con una fuente primera: la correspond­encia con Cassiano del Pozzo, coleccioni­sta y portavoz del declive del humanismo.

Me detengo en la visita de la pintora a Whitehall, donde Artemisia se da a conocer en la corte y recibe el encargo regio que, al parecer, no fue adelante. Y sigo al punto la relación de Banti por su riqueza y expresivid­ad, diría, testimonia­l. El trabajo de la memoria describe los trasgos de una pintora que se aleja del padre y en las escenas palatinas remeda, en ironía, la mejor tradición británica. Apenas un par de estampas. “Ha llegado una italiana hija de un viejo Gentilesch­i protegido de Su Majestad. Es bella y joven... pero soberbia como un diablo papista. Viste siempre de negro, a la española. Viene de Nápoles, es decir, de Madrid y mandada por los jesuitas... ¿Una espía? ¿Un amante disfrazado de mujer? ¿Una asesina salvada de la horca y bastarda del Papa?” Artemisia conquista la corte entre malicias y desplantes de serviles custodios del poder. Con arrogancia y aplomo magnetiza a la audiencia: gentilhomb­res, criados y tapiceros apuntan envidias y resquemore­s –Van Dyck era el favorito real.

Esplendor e intriga de una reina “mal vestida de diamantes, que no alcanza a lucir en un año... un baúl de trapos viejos. El rey Carlos ya no la tolera”. La reina deslumbra “ataviada de amazona y calzas a la francesa”, acompañada por un untuoso mayordomo que apremia. En el estrado real “infantes paliduchos cargados de sedas y nada guapos”, la reina habla... ‘Así que venís de Italia’, susurra titubeante, entretanto la pintora se inclina por tres veces. ‘Nos queremos que hagáis a Nos un retrato’, balbucea la reina fijando en ella “ojos de agua sucia” y premioso el mayordomo apunta: ‘vite, vite’. La soberana arroja una rosa de oro a los pies de la pintora, sobre una alfombra de cañizo sin desbastar”, ironiza la cronista. El paso de Artemisia por Londres fue rico, pues, en momentos tensos, como una fingida invitación para el posado real o la diatriba con lady Arabella sobre el precio de la obra, que resultó un fiasco. Duro fracaso: el precio de la fama.

La historiado­ra Linda Nochlin publicó medio siglo atrás un artículo encendido, era la pionera del feminismo artístico, que elogia a Artemisia, a quien sitúa entre las abanderas del Women’s Lib y lo ilustra a plena página con La decapitaci­ón de la pintora romana, el manifiesto para un tiempo nuevo con “bautizo de sangre” , y denuncia pública de la lucha que ha marcado a fuego el siglo XX. Para Anna Banti, Artemisia es la artista más compleja y misteriosa del arte italiano. Celebra con enérgica veracidad su obra y su estilo indómito de contar las crueles imágenes. “El arte –concluye la narradora– no es imitación de la realidad, sino interpreta­ción e interpelac­ión individual­izada de esta”. El difícil programa de una pintora insobornab­le.

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 ??  ?? Judith decapitand­o a Holofernes, de Artemisia Gentilesch­i (c. 1613-14)
Judith decapitand­o a Holofernes, de Artemisia Gentilesch­i (c. 1613-14)

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