La Vanguardia

Cruyff, en el nombre del padre

- Carlos Zanón

De crío, recortaba fotos en blanco y negro de jugadores y goles y las grapaba a las paredes de mi habitación. Las grapas se hundían con facilidad en esas paredes de papel. Un día me compré una revista porque su reverso era un póster gigante de Johan Cruyff. Lo coloqué –esta vez con más rango: chinche– tas– en aquella pared. A su alrededor, las viejas fotos en blanco y negro. La comparació­n era tan ridícula que las fotos fueron desapareci­eron hasta que solo quedó la marca de las grapas. Sobre el cabezal de mi cama, casi a tamaño natural, ya reinaba Johan Cruyff, el color.

Recuerdo la insolencia sin método de Cruyff. El título ganado, su cabellera, Danny, las protestas airadas, los anuncios vendiendo pinturas. De colores, claro. Johan Cruyff como un San Pablo beatle vino a predicar entre los esclavos, la libertad, la creativida­d, el talento, el regate, la carrera y el volador gol imposible. También reivindicó ganar dinero sin remordimie­ntos ni excusas, tutear a los árbitros, conseguir un título y tirar mil saques de banda después. Pero creo que Cruyff también nos enseñó que se podía confiar en el mañana. Cruyff era eso, futuro. La idea de que delante nuestro existían posibilida­des de ser y estar mejor. Se podía vivir en una sociedad libre, insolente, distinta. Y si él nos había elegido –como sucede con los mejores amores– era porque había visto algo en nosotros y, al parecer, valíamos la pena.

La Liga de Cruyff fue la primera Liga de la que fui consciente. En parte porque hizo acto de presencia, por

Si él nos había elegido era porque había visto algo en nosotros y, al parecer, valíamos la pena

primera vez en mi vida, el entusiasmo de mi padre, hasta ese momento una sombra que iba y venía, cenaba, dormía y gritaba. Cruyff me trajo a mi padre desde su infancia, cuando jugaba en la calle y celebraba goles y patadas. Niño de la guerra que solo tenía calle, miedo y fútbol. En realidad, si soy sincero, solo recuerdo a mi padre a partir de Cruyff. Explicándo­me narracione­s tan artúricas como futboleras, viendo partidos juntos en el televisor o escuchándo­los en la radio Belter del coche. Esos últimos minutos, ese último córner, esa última decisión polémica del árbitro que solo veías a través de la voz de un locutor tan desesperad­o como tú. Esos cinco minutos finales en los que mi padre apagaba la radio: clic. No ver, no escuchar, no hablar. Ese miedo de comunidad derrotada. Esos minutos en los que, sin decírnoslo, nos encomendáb­amos al futuro, ese lugar en el que nos seguía esperando Cruyff, ese momento en el que mi padre, ya sin temor, hacía clac en la Belter del taxi.

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