La Vanguardia

Palomitas saladas

- Xavier Aldekoa

Era un plan sin fisuras: partido, hamburgues­a y patatas fritas. Ya me perdonarán su madre, los veganos y los nutricioni­stas, pero la de ayer fue la primera final de mi hija mayor, Lena —tiene seis años y la Supercopa de hace unos meses le pilló en la cama, que al día siguiente había colegio—, y anoche eligió ella el menú de la cena porque jugaba su equipo. Y como no era un partido, era una fiesta, sumó palomitas saladas.

A duras penas reconoce a Iñaki Williams y a Iker Muniain, pero Lena es incondicio­nal del Athletic de Bilbao desde que hace dos años los leones ficharon en las categorías inferiores a su primo Patxi y ella luce orgullosa su rareza cuando sus compañeros de la escuela le lanzan interrogan­tes blaugranas en el recreo.

Hace unos días, mi familia de Euskadi quiso asegurarse de que el amor al club vasco de Lena no flaqueaba por culpa de tanto golazo de Messi: llegó a casa un paquete con la camiseta rojiblanca que ayer lucieron los bilbaínos en la final con su nombre y el dorsal 19 en la espalda. Es el número de Patxi.

Desde que la recibió, Lena se ha puesto la zamarra rojiblanca cada día para echar unas pachangas conmigo en el parque y ha fichado como refuerzo a su hermana, Aina, que a sus tres años ha decidido que será portera porque le gusta llevar guantes azules. Anoche Aina no tenía claro si iba con la Real Sociedad o con el Athletic, pero sí sabía lo principal: también quería palomitas después de cenar.

En realidad, la final de la Copa de Rey se jugó oficialmen­te ayer pero llevaba días disputándo­se en nuestra casa en forma de esos partidos eternos que acababan veinticinc­o a veinticinc­o y luego penaltis para desempatar.

Y puede que la final de ayer acabara

Mi familia de Euskadi quiso asegurarse de que el amor al Athletic de Lena no flaqueaba por culpa de Messi

en éxtasis para los leones o en un naufragio descomunal, no lo sé porque envío esta columna antes de que termine el partido. Porque en realidad el resultado da igual.

Quizás ayer ganaron los donostiarr­as y muchos culés se alegraron, porque el Athletic despierta antipatía en las generacion­es anteriores por la marrullerí­a, las tanganas y el tobillo roto de Maradona, pero a mí el club de Bilbao, sin odios heredados, me ha ganado para siempre porque ya no solo me acerca a mi amama, que a sus 97 años sigue hablando en euskera a sus bisnietas, o porque me recuerda los paseos infinitos de mi tío Javier, bilbaíno de pro, por el monte Gorbea. Ahora el Athletic es mi segundo equipo por el nerviosism­o irresistib­le de Lena minutos antes de empezar la final, por el tiempo junto a mis dos hijas detrás de una pelota de plástico en un mes de abril de pandemia y porque anoche hizo posible un milagro: ayer, sentados juntos en el sofá frente al televisor, convirtió unas palomitas saladas en las más dulces que he comido nunca.

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