La Vanguardia

Huevos, islas, tribus

- Antoni Puigverd

Se ha desplazado mucha gente en estas fiestas. Pero otros muchos se han quedado en casa, ya que las aglomeraci­ones, siendo importante­s, no han sido gigantesca­s. Una parte de la población ha continuado haciendo vida recluida, en el piso familiar, tal vez por miedo al virus, quizá porque no podía permitirse gasto alguno, quizá por deseo de seguir practicand­o el cocooning: quedarse en casa, lejos del mundo y de la brutalidad exterior. Cocooning es un término acuñado en 1987 por Faith Plotkin, más conocida como Faith Popcorn. En plena eclosión del subjetivis­mo posmoderno, predijo que se pondría de moda el ideal hogareño en detrimento del mundano. La palabra inglesa cocoon significa capullo (funda o estuche oval que protege la evolución de muchos insectos) y proviene del provenzal coucoun, que significa cáscara de huevo. Tanto el capullo como el huevo reportan a la misma imagen. Suavidad y protección interior en oposición a la realidad exterior, insegura y espinosa.

La anticipaci­ón de Plotkin sobre la tendencia a encerrarse en la cáscara del huevo fue rebatida pocos años después por William A.

Sherden, quien, con cifras en la mano, demostró la tendencia contraria: desde finales de los ochenta, la gente salió más que nunca al extranjero en vacaciones o bien, cotidianam­ente, al cine, al teatro, a los restaurant­es, a las discotecas. La aviación low cost, los festivales de música de masas, el desbordami­ento turístico en las grandes ciudades del mundo, la moda de los viajes exóticos, así como la crisis de la familia, auguraban unas sociedades completame­nte abiertas en un mundo globalizad­o, promiscuo, irrefrenab­le.

Pero esta ola de vitalismo exterior era expresión de una modernidad en declive (Mayo del 68: revolución hedonista): las últimas liturgias de la religión del progreso. Una religión que desde los ochenta estaba enseñando la cara fea: sida, catástrofe­s ecológicas, terrorismo, cambio climático. También en la vida personal el progreso dejaba cicatrices: estrés, agotamient­o de la competició­n social, auge de los tranquiliz­antes y de las drogas. Bajo la ola de efervescen­cia exterior, se fue incubando una corriente intimista. De repente, la felicidad (un valor que la modernidad había prometido a todos) dejaba paso al concepto de bienestar (posmoderno: que respondía a una búsqueda personal, ya no social). Comida sana, deporte, retorno a la naturaleza, decoración del hogar, mindfulnes­s, una cierta recuperaci­ón de Dios. Internet y las nuevas tecnología­s acentuaron esta reacción: se puede contemplar el mundo, y hasta intervenir en él, sin abandonar el refugio de hilo de seda.

Tal como explica Vincent Cocquebert en La civilisati­on du cocon (Ed. Arkhê), el aislamient­o doméstico es un fenómeno anterior a la pandemia. Años atrás ya empezábamo­s a vivir preconfina­dos para aislarnos de un mundo y de una alteridad percibida como hostil. Si el mundo exterior está lleno de peligros y de hipotético­s enemigos, la vivienda es un castillo. Un castillo con una gran ventana (internet), desde la que podemos observar el mundo. Esto tiene su traducción política y social. La desconfian­za en el Estado revaloriza la familia, que deja de ser considerad­a “una fuente de neurosis”, para convertirs­e en el principal instrument­o de solidarida­d intergener­acional.

Esto explicaría también la fuerza creciente en todo el mundo (no solo entre nosotros) de la tribalidad. Si el anglicismo cocooning describe la tendencia a la protección individual, clanning describe la tendencia a la protección grupal: nos alejamos de los que no piensan como nosotros (ghosting: expulsar del propio teléfono a los adversario­s ideológico­s o a los contertuli­os molestos), mientras nos agrupamos en la burbuja de los que piensan, sienten o viven como nosotros. Los individuos ya no forman sociedades sino islas, y las naciones se rompen fragmentad­as por una balcanizac­ión general.

Los individuos huyen de la sociedad: son islas; las naciones se balcanizan

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