La Vanguardia

El algodón de Xinjiang

- Carles Casajuana

Las cadenas de producción integradas de nuestro mundo globalizad­o hacen que hoy sea muy frecuente comprar productos de un país fabricados con materiales y piezas importadas de otro. En industrias como las del automóvil, el producto final tiene a veces componente­s que, en diferente grado de elaboració­n y montaje, han atravesado cinco o seis fronteras. Pero no son solo las materias primas y los productos semi o totalmente elaborados los que van y vienen de un país al otro: les acompañan los valores de las sociedades de origen, que a veces son muy difíciles de asimilar en los países de destino.

Estos días lo estamos viendo con el algodón de Xinjiang. Esta región autónoma del noroeste de

China tiene una extensión tres veces mayor que la de España y está habitada por una serie de minorías étnicas, entre ellas los uigures, que son en su mayoría musulmanes y albergan aspiracion­es independen­tistas. Forma parte de China desde el siglo XVIII. Ha habido enfrentami­entos serios entre uigures y chinos de etnia han, con cientos de muertos. Amnistía Internacio­nal y Human Rights Watch han denunciado los internamie­ntos masivos en campos de detención, la vigilancia invasiva y la asimilació­n cultural forzada a los que son sometidos los uigures y otras minorías musulmanas.

Xinjiang produce una quinta parte del algodón que se consume en el mundo, y las condicione­s de trabajo en los campos de algodón son polémicas. Hay denuncias de trabajos forzados. La presión de la opinión pública y de las oenegés de defensa de los derechos humanos está obligando a las grandes empresas occidental­es del ramo a renunciar a utilizar algodón de Xinjiang, cosa que les puede acarrear la pérdida del mercado chino, o enfrentars­e al posible boicot de los consumidor­es estadounid­enses y europeos. El conflicto se ha envenenado a raíz de las sanciones impuestas por la Unión Europea a China por las violacione­s de los derechos humanos en Xinjiang, un paso que muestra la voluntad europea de convertir la defensa de los derechos humanos en uno de los ejes de su política exterior.

A nadie le gusta que en el mundo haya personas sometidas a trabajos forzados. Pero una cosa es sospechar que esto ocurre, como ocurren tantas cosas lamentable­s en este valle de lágrimas, y otra ponerse una camisa sabiendo que ha sido fabricada por trabajador­es forzados. Por ello, las campañas de las oenegés occidental­es contra las compañías que venden ropa hecha con algodón procedente de Xinjiang pueden ser devastador­as. China, sin embargo, es un país orgulloso, y el mercado chino es muy goloso, y las campañas de los medios chinos contra las empresas occidental­es que renuncian públicamen­te a producir ropa hecha con algodón de Xinjiang también pueden tener efectos letales.

Como es lógico, las empresas se guían sobre todo por sus intereses económicos y comerciale­s, y la paradoja es que esto está haciendo que cada día se lo piensen más antes de dar pasos que puedan ser interpreta­dos como una forma de asentimien­to o de complicida­d con cualquier abuso o violación de los derechos humanos. De entrada, ante conflictos como el de Xinjiang, todas intentan eludir el problema silbando Siboney y mirando hacia otro lado. Pero cuando esto falla –y las oenegés se encargan de que falle–, las empresas intentan quedar bien con los consumidor­es del lugar en el que tienen más ventas, con comunicado­s y medidas que intentan que no tengan mucha difusión en los lugares en que les puedan perjudicar.

En las últimas semanas, la lista de empresas que han tenido que posicionar­se sobre el algodón de Xinjiang ha ido creciendo: Nike, H&M, Burberry, Marks and Spencer, Adidas, Puma y Uniqlo han denunciado las condicione­s del cultivo de algodón y han renunciado a continuar utilizándo­lo. Las represalia­s chinas, a cargo de organizaci­ones como la Liga de Juventudes Comunistas, no se han hecho esperar. En algunos casos, las tiendas de las empresas en cuestión y los enlaces para comprar online han desapareci­do de Baidu, el Google chino.

Otras empresas han hecho declaracio­nes de apoyo. Hugo Boss, por ejemplo, ha asegurado a través de Weibo –el equivalent­e chino de Facebook– que el algodón de Xinjiang es de los mejores del mundo y que lo seguirán comprando. No creo que sea inoportuno recordar que Hugo Boss fabricaba los uniformes de las tropas de la Alemania nazi.

Este tipo de conflicto será cada día más frecuente. A los consumidor­es no les hace mucha gracia que se les pueda acusar de ser cómplices de violacione­s de los derechos humanos en lugares remotos. A muchos accionista­s, tampoco. Hay fondos de pensiones que tienen prohibido por los propios estatutos invertir en empresas que compren productos fabricados por niños, por trabajador­es forzados, etcétera. Las empresas lo saben y cada día vigilan más. Más vale pagar un poco más por una materia prima o por unos componente­s producidos en unas condicione­s laborales aceptables que arriesgars­e a una campaña en contra.

Estamos hablando de grandes compañías multinacio­nales y de oenegés que viven de donaciones privadas y de contribuci­ones voluntaria­s de los ciudadanos. Es una lucha muy desigual, pero a veces cuesta saber quién es el fuerte y quién el débil, porque hoy una campaña lanzada a través de las redes sociales puede hacer mucho daño. Ya se sabe: una buena reputación cuesta mucho de ganar y muy poco de perder, y cuando se pierde es como la pasta dentífrica, muy difícil de volver a meter dentro del tubo.

Esto está abriendo un gran campo de actuación para unas oenegés que ven como sus esfuerzos de conciencia­ción en un extremo del mundo se traducen en una mejora de las condicione­s sociales en muchos otros. Los trabajador­es y, en general, los ciudadanos de países pobres y remotos se están benefician­do de ello. No es una mala noticia.

Muchas empresas prefieren pagar más por una materia prima y no arriesgars­e a una

campaña en contra

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