La Vanguardia

Un blanco perfecto

- Sergio Heredia

Hace unos años, uno de mis sobrinos vino a pedirme consejo. Pablo tenía dudas, buscaba su identidad. Tenía 16 años y mi tono de piel, marrón. Quería saber qué debía hacer si alguien le abordaba, si alguien se metía con su color.

–¿Cómo debo responder? –me preguntaba.

Decidí recurrir al manual de autoayuda, todo aquello que nadie me enseñó y he ido aprendiend­o sobre la marcha, a bofetadas, buscando la manera de anticiparm­e a la siguiente jugada.

Tomé aire y lancé mi discurso. Le dije:

–La clave está en ir un paso por delante. Cuando entro en una nueva comunidad (un grupo de amigos, un grupo de compañeros de trabajo, o en el colegio, o en la universida­d, o en un equipo, o en un viaje), antes de que me conozcan demasiado, suelto algún chiste. Me río de mí mismo.

(...)

(me permito poner un ejemplo: ‘¿Qué hace un negro en la nieve?’. ‘Un blanco perfecto’).

(...)

–¿Y eso? –me preguntó Pablo. Le dije que recurrir al chiste contra uno mismo desactiva cualquier tentación.

–Tiene un doble efecto: demuestras que no podrán hacerte daño porque estás preparado para reírte de ti mismo. Y además, dejas claro que te importa un pito lo que digan. Te reirás de ellos, igual que te ríes de ti mismo.

–¿Y funciona? –Normalment­e, sí. Pero por encima de cualquier estrategia, solo hay una manera de lograr que te respeten. Tienes que respetar al otro.

Pablo frunció el ceño y se quedó en silencio.

Luego, nos despedimos.

(...)

Nunca he sabido si aquella charla le fue útil. A mí me sirvió.

Me hizo profundiza­r en mí mismo. Me llevó a mi infancia y mi primera juventud, bicho raro, marrón, en un país de blancos.

Me hizo pensar en los tiempos en los que recibía insultos desde las gradas, en el fútbol escolar:

–¡Que alguien frene al negro cabrón!

O en aquellos días en los que paseaba por la ciudad, esta ciudad, Barcelona, cuando me paraba un agente de policía y así, sin más, me voceaba:

–¡Papeles!

Y me veía obligado a mostrarle el DNI y quedarme ahí quieto durante las comprobaci­ones, humillado, mientras los viandantes pasaban mirándome de reojo.

Cuando contaba todas aquellas aventuras, alguno decía que no con la cabeza:

–Aquí no hay racismo.

Eran los setenta, también los ochenta.

Entonces, me decía: “Algún día superaremo­s todo esto y será historia, nadie lo recordará, ni siquiera yo mismo, pues será algo implanteab­le. Seremos todos uno, todos iguales”.

Veinte años después, me veía obligado a reflexiona­r sobre ese asunto para aconsejar a Pablo.

Poca broma con Pablo. Hoy estudia Biomedicin­a en Royal Holloway, magnífica universida­d londinense. Tipo listo, además: juega al baloncesto, deporte más noble, más ajeno al racismo, esa lacra que pudre al fútbol.

Ahora voy preparando el próximo discurso. Mi hija, Julia, marrón como Pablo y como yo mismo, aún tiene diez años. Pero antes o después, vendrá a pedirme consejo.

A ver qué chiste se me ocurre.

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